(El puente Méndez Casariego. Foto: Jerónimo Fernández)
Lo que pasó el 12 de abril en Gualeguaychú puede verse de dos maneras. Un concierto con entradas carísimas para los estándares del rock vernáculo ($400 en puerta), barro que molestó mucho y un casi anciano millonario que se llenó de (más) guita sin pagar impuestos ni cuidar a su multitudinario público. O como el triunfo de una idea que durante años fue perseguida, al punto de ser prohibida en 1997. En realidad, se trata de una mezcla de ambas cosas. Arrastrando la mística de Los Redondos, el Indio Solari batió su propio record, convocó a 170 mil personas (!) en el Hipódromo de la ciudad entrerriana, presentó su nuevo disco, Pajaritos, bravos muchachitos, tocó pocas canciones de Patricio Rey y se reencontró con casi todos sus ex compañeros de banda. Lo hizo con un show de primer nivel mundial que tuvo una gran falencia, en medio de un fenómeno sociocultural casi inmanejable que hace que todo se desborde.
Un par de días antes del recital, el guitarrista Gaspar Benegas advertía desde Twitter: “Lleven botas de goma”. Había llovido muchísimo durante la semana previa y circulaban fotografías mostrando el pésimo estado del terreno del Hipódromo. El viernes 11, tras algunos días despejados, el agua volvió, empeorando la situación. El sábado 12, la ciudad amaneció fresca y soleada. Desde muy temprano, la caravana de autos, combis, colectivos, motos y gente de a pie comenzó a poblar la capital nacional del carnaval.
En diciembre de 2012, Gualeguaychú se había conmovido por las 35 mil personas que habían acompañado a La Renga en el Corsódromo. Esta vez, todo era mucho más grande: no había alojamiento disponible, los celulares no funcionaban. El puente Méndez Casariego debió ser cortado al tránsito para que circulara la gran masa de público que iba y venía desde el camping hasta la costanera, y de allí hasta la zona del Hipódromo. Como siempre, se armó una gran fiesta popular en las calles. Cada pocos metros sonaban canciones de Los Redondos o el Indio. Varias bandas actuaban gratis. Se vendían desde remeras hasta libros. El alcohol circulaba a la misma velocidad que el fuerte viento que soplaba. Y todos estaban felices, sin disturbios. A diferencia de los tumultuosos años ricoteros, la policía no provocaba ni repartía palos. Esta vez hacía lo que debía: ayudaba, cuidaba a la gente. Ahí está el mayor triunfo de lo que muchos ven como una simple moda: una idea que nació durante la dictadura, autogestionada, que recibió estigmas sociales en los 90, hoy es algo aceptado por todos, que lo llena de plata al Indio, pero también da laburo a muchísima gente y provoca emoción en miles de personas con una obra que se mantiene digna.