sábado, 21 de septiembre de 2013

El tesoro de los inocentes

(Cuchuly, en Rock Zone)

El gallo se pasea sin ningún tipo de pudor por las plataformas de la terminal de Tartagal. Rodeándolo, unas diez gallinas picotean aquí y allá. No se le perdieron a nadie, no se escaparon de ningún lugar. Simplemente están, logrando una extraña imagen para el que sólo ve pollos al horno o a la parrilla. Es lo rural ganándole por goleada al cemento. El temor de todo bicho de ciudad argento, malacostumbrado, tuitero y caprichoso, que mide el progreso según la cantidad de sucursales de McDonald’s. A las siete de la mañana ya hay unas cincuenta personas esperando viajar. Aún así, el canto soberbio del pajarraco se impone, porque la gente no dice nada. Apenas dialogan dos hombres. El más joven, rondando los cuarenta años, le cuenta al otro, ya anciano; que vino desde Orán “a bailar nomás”. “¿De tan lejos?”, pregunta el viejo. “¿Por qué no fuiste a Aguaray? Ahí está la fiesta.”

La escena también muestra hasta qué punto es un desafío encontrar rock en esta ciudad, la de las inundaciones y la estafa de Schoklender. La localidad que tiene un (cuestionadísimo) intendente, Sergio Leavy, viviendo en cuarteles militares por temor a represalias. La que fue noticia central en todo el país por el alud que la arrasó en 2009. Una ciudad agobiada por la precariedad provincial, el calor, los mosquitos, la pobreza y la falta de recursos. De movida, parece ser un buen caldo de cultivo para bandas ultra extremas, de denuncia total. Tartagal podría ser el lugar ideal para que existan grupos que dejen a Las Manos de Filippi como unos caretas sin aguante, poperos superficiales amigos de Tan Biónica. Pero no es tan así. Los intentos no prosperaron aún. Una banda punk de nombre genial, Cementerio de Tucas, alguna vez le escribió una canción al dengue, que copaba la ciudad tras el alud. No tuvieron trascendencia: el tartagalense promedio no le da bola al rock.

Doce horas antes de que el gallo cope la terminal, a las siete de la tarde del sábado 10 de noviembre, Jorge “Cuchuly” Fernández ensaya en Rock Zone, su bar, para la tocada de esta noche. El quinteto practica temas de Los Redondos, La Renga, Pappo, Divididos y Ratones Paranoicos. Un manual básico del rock argentino más popular de los 90. La banda se llama La Sapiada, un derivado de la palabra “zapar” (que, curiosamente, es con “z”) que explica su espíritu: covers para pasarla bien, sin pretensiones. “Acá te dan espacio gratuito, pero no hay muchos que se comprometan. Esta banda viene tocando hace tres semanas seguidas porque no hay otros que quieran usar el escenario”, cuenta Isaac, el batero.

Rock Zone, el humilde y único bar de Tartagal que aguanta los trapos, es un monumento a la resurrección. Por allí pasó el alud de madera, barro, basura y agua que en media hora se llevó puesta a la ciudad. “Acá había un metro de barro”, cuenta Cuchuly, parado entre la barra y el escenario, que hoy lucen impecables. El lugar fue construido después de la tragedia: antes había una concesionaria (“los autos nuevos terminaron como a una cuadra”). Rock Zone está cerca de la plaza principal y al frente del boliche más popular, una buena ubicación que no ayuda demasiado.

Tartagal padece de una política cultural que se inclina por la tradición, el folclore, el poncho y la empanada que el turista desea saborear. Está habitada por una población católica, conservadora y poco adepta a los cambios estructurales. Forma parte de un norte provincial que devino en un colador por donde la cocaína pasa como si fuera la dueña de casa. Quizás lo sea. Además, Tartagal sufre de falta de medios de comunicación que difundan una buena cantidad de rock; carece de un público numeroso que se acerque a los recitales de bandas locales; y pena por la falta de escenarios alternativos a los del folclore. Pregunta para los habitantes de la ciudad de Salta: ¿les suena familiar? El desarrollo del rock en el norte del norte tiene los mismos problemas, pero potenciados. Al lado de Tartagal, Salta es Seattle 91 y el Estadio Delmi es el Madison Square Garden.

“Tartagal es medio chica, entonces la mayoría de los músicos estamos en una banda, en otra. Nos prestamos los músicos. Son cuatro o cinco bateros los que hay. Somos tan pocos que vamos viendo la manera que esto crezca”, informa Cuchuly, rodeado por sus compañeros de La Sapiada. Casi todos tienen puestos diferentes en otros grupos. Mono es guitarrista en Viejo Artefacto, La Sapiada y La Veterana. Iván toca la viola en La Veterana y el bajo en La Sapiada. Carlos se encarga del saxo y la viola en La Sapiada y en Gulp, un combo de covers ricoteros (“lo que más convoca”). Cuchuly, por su parte, es vocalista en Gulp, La Veterana, La Sapiada y Alibaba, y bajista en Jegon.

Isaac cree que “no hay tantas bandas como se desea”; y todos opinan al unísono, casi indignados, cuando se les pregunta si hay otro lugar, además de Rock Zone, para poder desarrollar la movida: “Noooo, nada más”. Es casi como una fotografía perdida del comienzo del rock argentino, cuando eran tan pocos que armaban varios grupos entre ellos, sin ver un mango, sin tener el egoísmo del (intento de) negocio; algo que en la ciudad de Salta empezó a desaparecer. En nuestra capital ningún músico se sabe los temas de sus colegas, no se van a ver, no se escuchan, no les importa. En Tartagal todavía hay un grado de idealismo que permite empujar entre todos. Es el tesoro de los inocentes, la escena no contaminada, la utopía a la orden del día.

“Tartagal creció mucho en el género del rock. Yo tuve la oportunidad de estar en varias bandas”, cuenta Emir Herrera, bajista de Viejo Artefacto, la banda más importante de la ciudad. Desde hace algunos años, Viejo Artefacto está instalada en Salta Capital y se viene abriendo camino en la escena. Emir cree que “a Tartagal sólo le falta apoyo de la municipalidad, que siempre dejó en bolas a la gente del rock”. Si hoy se nota un gran crecimiento, no es bueno imaginar lo que habrá sido antes.

“Hace veinte años no tenías más que boliches y cumbia. No había lugares para tocar. Hace siete años (N. de la R: ¡2005! ¡ayer!) apareció el primer bar exclusivo de rock, que fue Sr. Birrok. Ahí se abrió un camino para nosotros”, cuenta Cuchuly, que compró Sr. Birrok y en marzo de 2011 lo convirtió en Rock Zone. “Cuchuly se cargó encima lo que es el rock acá en Tartagal. Yo voy a un bar y vengo a Rock Zone”, cuenta Iván. El Mono recuerda que antes había “dos o tres bares más”; “pero bueno, lo mismo que está pasando en Salta, que están cerrando los bares, está pasando acá”, completa. Cuchuly, además de músico y propietario del pub, también hace las veces de productor de shows pequeños, y confirma la visión de Emir: “No hay nada de apoyo de la municipalidad. Si vas y decís ‘necesito un pasaje para que vengan músicos de otra ciudad’, la respuesta es no. Siempre no. Ya ni les pedimos, vemos nosotros cómo solventar los gastos.”

Es así, la gestión Leavy (y todas las anteriores) jamás se preocuparon por darle un mínimo apoyo al desarrollo del rock en Tartagal. Los antecedentes de bandas grandes que pasaron por la ciudad son escasos: apenas Los Auténticos Decadentes, en un festival organizado por el Chaqueño Palavecino; La Mosca y León Gieco. Los medios de comunicación tampoco se destacan. Los memoriosos recuerdan que en 1996 había un programa de rock argentino en FM Géminis. Por esos años también había un pibe en otra radio que pasaba Nirvana y Metallica. Eran pequeñas dosis rockeras para una escasa audiencia. La cosa no parece haber cambiado demasiado desde entonces. Sí se notó un incremento en las visitas desde la capital provincial. Por Rock Zone ya pasaron Gauchos de Acero, Kratos, Dominó y CalmaNiño.

“En 2010 fuimos Santuario y Kratos a tocar a Birrok”, cuenta Hernán Bass, uno de los referentes de la escena de la capital. El guitarrista recuerda como puntos salientes de esa primera visita al calor y a la falta de convocatoria. “Sobre la marcha nos enteramos que muchos no estaban enterados de la fecha”, completa. “La segunda vez fue con Dominó, Kratos y Andrés Giménez, en Rock Zone. Ahí fue mejor, porque su presencia (la de Giménez) aseguraba cierta convocatoria.”

Para Hernán, entre la escena de Tartagal y la de Salta “hay diferencias”. “Te das cuenta de que la gente tiene menos roce con el rock. La poca gente que concurre son los que están inmersos en el tema. Al mismo tiempo, no hay mucha separación de tribus. Acá nos damos el lujo de separarnos y ponernos etiquetas pelotudas.” El violero también recuerda que en sus dos visitas al norte “no hubo invitación a ninguna radio, ni hubo gente de fanzines, revistas o algo así”. Para Bass, Tartagal “es como Salta hace diez o doce años”.

En Tartagal lo recuerdan muy bien a Hernán. “Quería pagar las cervezas y yo le dije que no”, cuenta Cuchuly, que explica su negativa: “Nosotros queremos que se sientan como en su casa. Si venís de 500 kilómetros, cómo no te voy a invitar una cerveza. Te cuento una: fuimos a tocar a Salta, a Barrabás. ‘Dame una cerveza’, le pido al de la barra, mientras estábamos tocando, y me la cobró en el escenario (risas). Todo bien, no me voy a escapar por una cerveza, pero es la actitud. Tenés que ser cordial porque eso mismo te puede generar algo después, ¿entendés?”

El egoísmo capitalino se nota en otra anécdota: “Hace un par de semanas, cuando fue la elección de la reina provincial, me contactó el manager de Mi Karma González. Venían a tocar a la elección y querían tocar acá en el bar. Pero… Pasa que ocho mil mangos que me piden (todos se empiezan a reír, Cuchuly sigue), ¿de dónde saco? Si somos diez locos que escuchamos rock acá. Ni cobrando 800 pesos de entrada llegamos (carcajadas).”
- Isaac: Es que vienen máximo cien personas por noche. Cobrás 80 pesos y te vienen diez.
- Cuchuly: Yo, todo bien. Mi Karma González no me gusta, pero si tiene que venir a tocar al bar, que venga. Pero 8 mil mangos… El ambiente del rock es muy chiquito.


Después del ensayo, Cuchuly se junta con Diego Espínola, también músico y (durante dos horas semanales) conductor de A toda máquina, un programa de rock de nombre noventoso que se emite por Radio Nacional, los sábados a las 22. Allí, Diego y Cuchuly (operador y columnista) transmiten por AM y FM para toda la zona del Chaco salteño. Un gran alcance para una enorme falta de respuesta. Hasta es gracioso pensar en esas personas alejadas, en medio de la nada, escuchando hardcore. El mismo hardcore “old school” de MGX, la banda de los hermanos y primos Fernández; hijos y sobrinos de Cuchuly, que esta noche estarán vendiendo empanadas en Rock Zone para juntar plata y pagar pasajes a Buenos Aires, donde se realizará el Varsity Fest al que fueron invitados por segunda vez.

“Recuerden que esta noche, los chicos de MGX estarán vendiendo empanadas en Rock Zone”, dice Diego, ya en plan locutor. Las “empanadas hardcore” (“hechas con toda la actitud posible”) son otro símbolo de la falta de rock en la ciudad, otro gesto casi inocente en una movida rockera que tiene mucho de entrecasa, de familiar.

“El rock es un trabajo de hormiga. Hay que hacerlo de a poco. Ojalá sea masivo alguna vez”, se ilusiona Cuchuly. En la radio, él y Diego dedican los últimos cuarenta minutos de cada emisión de A toda máquina al rock tartagalense. Así, bandas como Detonador, Shinning (muy elogiada), MGX, Viejo Artefacto y Tierra de Nadie consiguen ser difundidas por toda la zona. No sólo Tartagal, sino que también Mosconi, Aguaray,  Pocitos y quién sabe cuántos lugares más (“una vez nos escucharon cerca de Tucumán”) reciben el rock argentino que más cerca está de Los Angeles, aunque sólo sea geográficamente.

Luego del programa, finalizado a las doce en punto porque Radio Nacional tiene que pasar un festival folclórico, Diego y Cuchuly encaran para el bar, que a esa hora cuenta con pocos parroquianos. “Acá todo arranca tardísimo. La gente no sale antes de las dos”, cuenta Cuchuly, mientras regala cerveza. Precisamente, a esa hora empezará el set de La Sapiada. En las mesas, amigos, familiares y algunos ajenos que se sientan alejados conformarán un público casi estático y respetuoso. Antes del último tema (un riguroso “Jijiji”) hay promo: “El que compre la última docena de empanadas se lleva una cerveza de regalo”, agita Cuchuly y al toque recibe respuesta. Unas chicas al fondo se ofrecen a comprarla y reciben una mini ovación. Antes de que el recital termine, dos policías entran y hacen la señal inequívoca de “no va más”. Tras el cover ricotero, sólo quedan los saludos y agradecimientos de rigor. La gente se va, la música se apaga y las puertas se cierran. Al frente, el boliche sigue con la cumbia al palo.

Cuchuly no se resigna. Aunque pierda plata y el rock no convoque mucha gente, su idea es no detenerse. “Siempre armamos movidas. Cuando uno tiene una moneda lo hace, porque es un orgullo”, dice, antes de invitar otra cerveza.


Nota publicada en el número 13 de la revista Rock Salta, de diciembre de 2012.

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