lunes, 10 de marzo de 2014

El orfebre


En algún momento voy a tener que mudarme a Cafayate. Amo ese lugar. Fantaseo con instalarme ahí y trabajar de algo que no me obligue a tener horarios ni a estar en una gran ciudad. Mantenerme con un oficio que se pueda hacer con las manos, que pueda llevar encima y no necesite de grandes herramientas. Por eso me gusta escribir. Es algo que sale con dedos e ideas. Sería genial estar escribiendo en Cafayate en invierno, cuando casi no hay hippies chic con tarjeta de débito ni turistas en busca de la tradición de folclore, vino y religión que vende el gobierno. En verano es hermoso estar tirado al costado del río, en los médanos, recorriendo las rutas y parando en las casas de tipos que venden productos artesanales riquísimos, sin intermediarios. O hacer un asado con esas paredes de montaña que están ahí nomás. Me encantaría conocer a una piba que tuviera ganas de lo mismo, instalarnos ahí y que el resto del mundo se pierda en sus whatsappeos que no llegarían por falta de señal.

El 24 de febrero de 2005 estaba en Cafayate. Había ido a pasar unos días a la casa que mis suegros tenían a diez cuadras de la plaza. Al atardecer caminé desde el puente de la entrada. Durante el recorrido pasé por la puerta de un bar donde estaba sonando la versión en vivo de “Desconfío”, la del disco Pappo Sigue Vivo, la que tiene a Miguel Botafogo en guitarra, a las Blacanblus en coros y al Carpo cantando y tocando los teclados. Me llamó la atención porque Cafayate no tenía rock. Nunca tuvo tanto blues como en ese momento en el que Pappo sonó en una esquina a las siete de la tarde. Cuando llegué a la casa comimos algo, vimos la tele y nos fuimos a dormir temprano.

Al otro día me desperté cerca de las diez de la mañana y encaré para el patio del fondo. Ahí estaba Roberto, mi suegro, hombre áspero, de campo, ex campeón de doma en Jesús María, fanático de Argentino Luna. Hombre sensible, de buen corazón, que se mostraba arisco ante el mundo y se abría con la confianza. Extraño más sus charlas y sus asados que a mi ex. Roberto era parecido a Pappo, los dos cubrían su sensibilidad con una capa impenetrable para los que no los sabían llevar.

Cuando aparecí por el patio Roberto le estaba dando de comer a sus dos caballos. Los cuidaba más que a sus hijos. Nadie más se había levantado. Cada tanto, el sol desaparecía por las nubes que suelen acosar la zona durante el verano, largando tormentas casi todas las noches, tapando los caminos. Sobre un tablón había pan, tortillas y manteca. Me senté con una taza de mate cocido en saquito y agarré El Tribuno, que Roberto compraba todas las mañanas. Miraba los titulares con la automatización del lector que no se sorprende por el día a día de las noticias hasta que llegué a uno de los márgenes. Ahí pegué un grito seco y me quedé mirando las palabras con la boca abierta. En un cuadrado de letras negras y fondo blanco se leía “El roquero Pappo se mató en una ruta”. Roberto me preguntó qué pasaba. Cuando le conté le restó importancia. No respondí y me fui al comedor a encender la televisión. Puse el noticiero de América, donde hablaban del asunto. Decían que había sido la noche anterior, a las doce, en una ruta cercana a Luján. Que había tocado su moto con la de su hijo Luciano, había perdido el control, se había caído y un auto lo había pasado por encima inmediatamente. Así, en dos segundos. Choque, caída, muerte. No lo podía creer. Estaba triste y sorprendido. Ese día empecé a pensar que el rock argentino y el verano se llevan muy mal: Luca, Sokol, Moura, Pappo, Spinetta, Cromañón. Todo en verano. Desde entonces me alivia un poco sentir que llega el otoño.

Estaba estático mirando los testimonios, el material de archivo, las lágrimas de los fanáticos y los músicos cuando mi novia apareció, recién levantada. Saludó y yo sólo pude mirar con cara de drama y decir “se murió Pappo”. Ella, que no conocía nada de la música del Carpo, largó un comentario de compromiso. Se sentó y me bancó un rato en silencio. Al mediodía mi suegra cayó con el almuerzo. Todos ayudaron a poner la mesa. Yo seguía mirando la tele. Después de comer en el tablón del patio volví al noticiero. Una caravana de motos y tipos a pie acompañaban el cajón hacia el cementerio. Lloraban y gritaban. Era horrible. Yo quería estar ahí. Mi novia apareció de nuevo y propuso ir a la pileta. Contesté que no, que me quería quedar. ¡Se había muerto Pappo! ¿Cómo carajo iba a ir a una pileta? Se enojó y peleamos. Que para qué viajé, que la idea era disfrutar juntos. Me terminó ganando la discusión y fui. Esa tarde nos sacamos una foto los dos abrazados. Después, ella la puso en dos portarretratos iguales. Me regaló uno el día de nuestro aniversario de novios y se quedó con el otro. Ahí estaba yo, sonriendo en la pileta. Cuando me vi me sentí un pelotudo. Un dominado imbécil que hacía lo que no quería. Yo tenía que estar viendo el funeral de Pappo, encerrado, con las persianas bajas y el volumen altísimo.

Unas horas después de volver de la pileta pasé por el negocio que estaba frente a la terminal y compré Clarín, que llegaba a Cafayate a las siete de la tarde. Traía varias páginas dedicadas a Pappo: fotos, textos, recuadros con sus mejores discos. Mientras lo leía me acordaba de todos los momentos en los que Pappo había sido importante en mi vida: lo vi en vivo por primera vez en abril de 2000, en Oktubre, un pub de Concordia que ahora es heladería. Fui solo, nadie me quiso acompañar. La entrada costaba 8 pesos, había menos de cien personas. Me senté al borde del minúsculo escenario y lo tuve a dos metros de distancia. Tocaba con Luis Robinson, Bolsa González y Yulie Ruth. Un par de noches antes había arrancado un afiche buenísimo de El Auto Rojo que promocionaba el recital. Lo pegué en mi pieza, al lado de los pósters que traía La García. Cuando terminó me llevé la lista de temas y caminé hasta Hostal del Río, el boliche donde estaban todos mis amigos.

La segunda vez fue en Rosario, en 2002. Había ido con unos pibes a ver a Charly García al anfiteatro de la ciudad. Volvíamos caminando por una avenida y vimos a Pappo tocando en un pub. El escenario estaba contra la pared de la entrada. Desde la puerta se veía a los músicos de espaldas. Alcancé a divisar la pelada de Boff y al Carpo. No nos quedamos mucho porque temíamos puestos los brazaletes de Say No More y temíamos represalias de las huestes metaleras. Al año siguiente, también en Rosario, iba caminando por la calle Roca cuando crucé a un grupo de tipos de negro. Uno era muy parecido a Pappo. Los vi entrando a un restaurant. A la media hora escuché en la Red TL que Norberto estaba “almorzando en el centro de la ciudad”.

Y ahora, cuando falta poco para que se cumplan diez años de su muerte, cuando ya no salgo con esa chica ni visito Cafayate, me doy cuenta de que Pappo era un tipo que trabajaba con sus manos, un orfebre del sonido que aprendió a tocar sobre los discos de los tipos que admiraba y así podía ir a todos lados sólo con sus ideas. Y que además de la clásica postura de tipo jodido también pelaba momentos hermosos. Hay una canción que nadie menciona y me emociona muchísimo. Es “Duendes”, un anticipo de “Katmandú”. Está en Caso Cerrado, un disco raro, armado con grabaciones hechas en diferentes lugares, con muchos músicos. Es uno de los últimos temas. La parte que llega más profundo es la que dice “es como… algo dentro de mí, mí, mí, mí, mí, mí”. Es en ese momento en el que Pappo aparece como algo más que el hombre de las cavernas que mandaba a laburar a los farsantes. Ahí pela sensibilidad.

5 comentarios:

Lechuga dijo...

Zarpado relato. Esos dos años 2004-2005 fueron durisimos.

La muerte de Korneta, Cromañon y Pappo. Recuerdo que iba a recitales en esa época y sentía un poco de tristeza al pensar en esas cosas.

Cuando uno tiene 17 años, este tipo de cosas lo golpean mucho.

pancho dijo...

y yo que pensaba que "carpo" era el mejor apodo que se le podía poner a alguien.

pappo es solo sensibilidad.

Poli dijo...

Terrible. Aguante este blog

Fede dijo...

Gracias a todos por leer y hacer el aguante.

Anónimo dijo...

Excelente relato, muy bueno el blog. Y es cierto, Pappo pelaba momentos de extrema sensibilidad: 'El Palacio de la Montaña en Invierno' o 'Nunca lo sabrán' también son ejemplos. Y 'Duendes' pieza injustamente ignorada...

Abrazo!

Martín.