viernes, 19 de julio de 2013

El poder de los detalles


En 2006, cuando laburaba de lavador en una agencia de turismo, siempre recordaba dos canciones: “Crimen”, de Cerati, y “Homero”, de Viejas Locas. La primera me venía a la mente por la parte que dice “¿Cuánto falta? No lo sé. Si es muy tarde, no lo sé”. Cantar eso mientras cepillaba los pisos mugrosos que dejaban los turistas me hacía reír. Trabajaba de noche, hasta la madrugada. En épocas de temporada alta la cosa se ponía densa y no sabía muy bien hasta qué hora podía quedarme. Las combis y los bondis no paraban de llegar. Éramos dos: César, un pibe de Tartagal, que creo que estudiaba Hotelería, y yo. Llegábamos a las cinco o seis de la tarde y nunca nos íbamos antes de las tres de la mañana. Una vez nos fuimos a las seis y media, en pleno invierno. Nuestra jefa, la dueña de la agencia, vivía en el mismo lugar, así que ese día la vimos trabajar, cenar, irse a dormir y despertarse. Todo en una misma jornada. Al llegar a mi casa comí una milanesa con papas fritas que le había pedido a mi novia de ese entonces. La compró la noche anterior, entró con la copia de la llave que tenía casi desde el comienzo de nuestra relación, dejó el menú servido y se fue. Cuando me senté a cenar a las siete de la mañana la comida estaba fría, las papas estaban todas pegadas y la Coca Cola había perdido su baja temperatura. No tenía heladera.

A “Homero” la cantaba por una razón más obvia: la vida del obrero es así, repetíamos a coro con César. Era una manera de aceptar nuestro presente. Nuestros elementos de laburo no eran muchos: una manguera común y corriente conectada a una canilla, un par de trapos hechos con restos de jeans viejos, uno o dos baldes, algunos cepillos y bidones con detergente. Teníamos que laburar al aire libre. Uno afuera y otro adentro del vehículo. Nos turnábamos cada tanto. En invierno era jodido. Y en ésa época era cuando más se laburaba, porque los turistas suelen aparecer en julio. En los seis o siete meses que trabajé ahí, nunca tuve un día libre. El turismo no tiene feriados, me dijo mi jefa el día que comencé.

Supuestamente, yo estudiaba en la universidad, pero después de unas semanas dejé de ir a clases. No me daba el cuero. Me acostaba tardísimo, dormía hasta la una o dos de la tarde, pasaba por lo de mi novia un rato, volvía y me iba a la agencia. Así todos los días. A veces, después de laburar, me iba a un ciber 24 horas que quedaba cerca de mi casa. En una de esas noches arranqué este blog.

Una de las pocas cosas lindas que me pasaban en ese laburo aparecía cuando me tocaba la parte de adentro de las combis y los bondis. Primero, porque no me mojaba ni me cagaba de frío. Además, aprovechaba las bondades del interior. En la mochila siempre llevaba discos. En mi casa no podía escucharlos porque no tenía cómo reproducirlos. Entonces, cuando me encerraba con un cepillo, el trapo, la palita y la escoba; ponía algún CD. Una vez, mi jefa abrió la puerta y me encontró agachado, cantando “Vete de mí, cuervo negro”, de Almendra. Había llevado el box set de la banda. Me lo había comprado unas horas antes, cuando lo vi tirado en el piso de la disquería HR Maluf, famosa entre los melómanos salteños porque allí, cada tanto, aparecen gangas inolvidables. Esa tarde, un rato antes de entrar a trabajar, había ido a mirar, como siempre, y me acerqué al mostrador a preguntar algún precio, sabiendo que no me iba a comprar nada. Entonces la vi. Estaba de costado, debajo de otra, que creo que era de tangos. Cuando noté su presencia, me olvidé de todo lo demás. “La caja de Almendra, ¿cuánto sale?”, pregunté. El empleado no sabía a qué me refería. “Eso verde que está ahí”, le dije, señalando el suelo. Costaba 60 pesos, el mismo precio que tenía cuando fue editada, en 1999, pleno 1 a 1. No lo dudé ni un segundo y la llevé. Mi novia, que escuchaba Chayanne, leía Cosmopolitan y miraba Gran Hermano, me preguntó si estaba seguro, no estaba convencida de que gastara en eso. No le di pelota. Me fui feliz. Tenía menos plata que antes, un laburo de mierda y se me hacía tarde, pero estaba todo bien.

Mi jefa, que me pagaba 350 pesos, siempre me decía lo mismo: lo importante está en los detalles. Para ella era imperdonable una manchita en el vidrio, el cenicero sucio o los cinturones de seguridad mal acomodados. Era una mujer imparable. No confiaba en nadie y no podía delegar. Se enojaba seguido, gritaba, denigraba a un par de empleados y daba portazos. Después, de un momento a otro, cambiaba y trataba a todo el mundo como el Señor Burns cuando se inyectaba esa medicina que lo dejaba fluorescente. Traía paz y amor. En ese momento la detestaba, pero hoy tengo que reconocer que tenía razón. Esas pequeñas cosas ayudan siempre, mejoran. Para mí, eran las canciones, que me hacían el aguante en momentos complicados. Porque es muy frustrante tener que hacer algo que no nos gusta, estar obligados a ir todos los días al bajón total. Es desgastante y nos hace sentir una miseria. Los discos me sostenían y hacían más llevadera esa rutina.

Una vez llevé un CD de Robert Johnson. Cuando mi jefa pasó caminando por nuestra zona de laburo con su hija, que tenía tres años, dijo “pero mirá qué feo lo que escuchan los chicos. Deciles, ‘qué feoooo’”. La nena nos miró, se río y dijo “qué feo” en su rudimentario español. Yo sonreí por cortesía de empleado chupamedias, pero por dentro insulté y juré que nunca iba a dejar que las situaciones me sobrepasaran. Prometí conseguir todo lo que me propusiera y que nunca más iba a trabajar en algo que no me gustara sin pelearla hasta las últimas consecuencias.

A fines de septiembre de ese año, renuncié. Estaba harto. Falté sin aviso y al otro día me senté en la oficina y dije que ya estaba, que eso no era para mí, que gracias por todo. Cuando cerré la puerta de la oficina, con mi flamante ex jefa negando con la cabeza, desaprobando mi actitud de irresponsable, sonreí. Me di cuenta de que el sol todavía estaba arriba y yo lo podía aprovechar.

1 comentario:

Max dijo...

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