viernes, 22 de noviembre de 2013

No te vayas, gorda


5, el disco que Vicentico sacó el año pasado, resume la relación ideal que buscamos como adultos solteros cagados a palos. Hasta el sonido remite a cierta madurez. La producción de Cachorro López es pop para divertirse en serio. La clave está en el bajo limpio y profundo, en el aire que hay entre las guitarras y en la capacidad de encontrar un perfil FM imperecedero que no va a envejecer mal porque tiene el buen gusto de lo que persiste en melodías que cierran siempre. Simple, sin exceso de rebusques estilísticos de época que después parecerán caprichos momentáneos, como pasaba con algunas canciones de Los Abuelos de la Nada. En “Rehenes” o “Carnaval de Brasil”, temas de Andrés Calamaro que Cachorro también se puso al hombro, se escucha la misma condición indestructible.

La falta de prejuicio para escuchar a Vicentico haciendo covers de Xuxa y Roberto Carlos también forma parte de esa madurez necesaria para disfrutar de este disco. Se puede tener 17 años y cantar “Creo que me enamoré” o “Soldado de dios”, pero puede ser peligroso. A esa edad es preferible ser fan de Dos Minutos, Los Redondos, Los Cadillacs o The Clash. A los 17 no se necesita a una mujer, hacen falta amigos.

¿Qué será lo que lleva a pensar que lo mejor sólo puede ser alguien que te acompañe en una noche de charlas, vasos y besos en la barra de un bar? ¿Será sabiduría romántica? Vicentico y Valeria Bertucelli transmiten eso cuando cantan juntos en “Esto de quererte” y en "No te apartes de mí". Amor puro y sincero. Sincero no por revelar el enamoramiento, sino por decir “pasé por muchas situaciones, conocí a muchas personas”. Sé lo que quiero y lo quiero ya, porque cada día que pasa me vuelvo más viejo, más descreído, más mediocre.

Después de escuchar 5, queremos ser Vicentico. Queremos tener tatuado en la mano el nombre de la mujer que nos gusta, porque eso habla de una relación consolidada, estable y perfecta. Queremos tener ese anillo en el anular izquierdo. Queremos cantar con ella. Queremos emborracharnos a su lado. Queremos verla tambalear del pedo y que aún ebria confíe en nosotros cuando le digamos que tenemos que ir para el lado opuesto al que ella cree. Queremos escucharla y que nos escuche. Cocinar para ella y que ella cocine para nosotros. Que nos espere. Que nos muestre cosas que no conocemos. Queremos acariciarla. Recibir sus mensajes de texto. Que tuitee y nos mencione. Que suba a Instagram una foto y anuncie que estamos haciendo algo juntos. Caminar hablando sin darnos cuenta de la distancia ni el tiempo.

“Siempre me sentí fuerte entre tus brazos”, canta Vicentico en “Sólo hay un ganador”, una versión de Pimpinela, otra demostración de que todo le chupa un huevo porque sabe lo que quiere, se conoce. Después de los 30 años también sabemos lo que queremos y cómo funcionamos. Ya sabemos que no existimos sin mujeres que nos movilicen y nos den ganas de levantarnos todas las mañanas y ser los mejores en todo lo que hacemos. Nos sentimos fuertes en los brazos de ellas. Es un círculo. Son la salida y la llegada. Si somos mejores que el resto vamos a ser los mejores para ellas también, pensamos. Y así nos van a amar para siempre, creemos. O por lo menos habrá más posibilidades, concluimos. Ya aprendimos que las minitas aman los payasos y la pasta de campeón: hacerlas reír y mostrarnos seguros, ir para adelante. No hay que dejar pasar la motivación que trae un posible amor verdadero.

A esa posibilidad la vemos en pocas minas. Las diferenciamos del levante casual por un elemento clave que no es de ellas, sino nuestro: el miedo que nos da el amor. Dudamos a la hora de encararlas porque así ponemos en riesgo hasta las ilusiones. Pensamos que es preferible vivir fantaseando antes que tirarnos a la pileta y confirmar que lo que anhelábamos no va a ser ni a palos. Esas mujeres temibles son las que poseen el don de mejorar a quienes las sueñan.

Sin ellas vamos a estar en la cama por horas y horas, vamos a llegar tarde a todos lados y a seguir buscando escapatoria. Las imaginamos cuando no las tenemos. Y cuando encontramos a una que más o menos reúne las condiciones, nos arrodillamos como el Tata Brown en la final del 86. Miramos al cielo y elevamos los brazos, agradeciendo y festejando. Pero sabemos que todavía hay que seguir jugando. Que los alemanes siempre estarán ahí para cabecear dos veces en el área y mandarla a guardar. Y si eso pasa nos vamos a quedar como Vicentico en “Carta a un joven poeta”, diciendo “ya sabés que yo guardo tu lugar cuando quieras regresar”. Pero será en vano, porque también aprendimos a reconocer que cuando deciden irse, ya no volverán.

“Dame la mano y no me sueltes”, canta Vicentico. Eso le queremos pedir a la que todavía no apareció. Y es lo que le decimos todo el tiempo a la que ya llegó. Se lo decimos en cada mirada, en cada silencio que hacemos para escucharla, en cada detalle que tenemos en cuenta para ponerla contenta.

Le decimos: no te vayas nunca.

No te vayas.

No te vayas.

No te vayas.

No te vayas.


Por favor, no te vayas.

4 comentarios:

Poli dijo...

Leer esto fue como estar pensando en un tema y que justo lo pasen en la radio. Así, exacto. 5 minutos antes o después y no habría tenido sentido.
Maldito miedo a ser feliz ^^
Saludito a quien esté sentado del otro lado del blog

Federico Anzardi dijo...

Saludos, Poli! Gracias por leer.

Hugo dijo...

Muy bueno lo que escribiste.

Demás está decir que banco mucho al señor Fernández Capello.

Fede dijo...

Gracias, Hugo! Vicentico + 10!