domingo, 12 de enero de 2014

Áspero, como la tierra quemada


John Hammond me puso un contrato delante, el mismo que firmaban todos los músicos nuevos.
- ¿Sabes qué es esto? -preguntó.
Miré la primera página, donde decía “Columbia Records” y dije:
- ¿Dónde firmo?
Hammond me mostró dónde y escribí mi nombre con pulso firme. Confiaba en él. ¿Quién desconfiaría? Había quizá un millar de reyes en el mundo, y él era uno de ellos. Antes de que me fuera, me regaló un par de discos descatalogados que supuso que me interesarían. Columbia había comprado los archivos de las discográficas de segunda fila de los años treinta y cuarenta –Brunswick, Okeh, Vocalion, ARC- con la intención de editar parte del material. Uno de los discos que me regaló era de los Delmore Brothers con Wayne Rainey, y el otro, King of the Delta Blues, de un cantante llamado Robert Johnson. Yo solía escuchar a Rainey en la radio; era uno de mis armonicistas y cantantes preferidos, y The Delmore Brothers también me encantaban. Pero no sabía nada de Robert Johnson, el nombre no me sonaba de nada, jamás lo había visto en ningún recopilatorio de blues. Hammond me lo recomendó encarecidamente y aseguró que aquel tipo “le daba mil vueltas a cualquiera”. Me mostró las ilustraciones del álbum, una pintura curiosa en la que el pintor contempla desde el techo a un cantante y guitarrista de mirada salvaje e intensa, que  no parece muy alto pero tiene hombros de acróbata. Qué carátula más electrizante. La admiré detenidamente. Fuera quien fuese el cantante de la imagen, ya me tenía hipnotizado. Hammond me dijo que sabía de él desde hacía años, que había tratado de contactarlo para que viniese a Nueva York a actuar en el famoso concierto de Spirituals to Swing, pero entonces había descubierto que Johnson ya no existía, que había muerto misteriosamente en Misisipi. Sólo había grabado unos veinte temas. Columbia había adquirido los derechos de todos y estaba a punto de reeditar algunos.

John escogió una fecha en el calendario para que yo volviera y empezara a grabar, me indicó a qué estudio debía acudir y todo eso, y salí que no cabía de mi gozo. Me fui en metro al centro y me dirigí a toda prisa al apartamento de Van Ronk. Terri me abrió la puerta. Antes de que llegara estaba en la cocina ocupándose de sus labores. Aquello era un caos: pudin en el horno, migas de pan seco sobre la tabla de cortar, montoncitos de pasas, vainilla y huevos. Estaba extendiendo una capa de margarina en el fondo de un cazo y esperando a que se disolviera el azúcar. “Tengo un disco que quiero que Dave escuche”, le dije al entrar. Dave estaba leyendo el Daily News. El gobierno andaba tirando bombazos en Nevada, realizando pruebas de armamento nuclear. Los rusos hacían lo propio en su país. A James Meredith, un estudiante negro de Misisipi, le habían impedido la entrada a las aulas en la universidad estatal. La cosa pintaba mal. Dave levantó la mirada, observándome por encima de sus gafas de carey. Yo, con el grueso acetato del disco de Robert Johnson entre las manos, le pregunté a Va  Ronk si había oído hablar de él. David contestó que no, y yo lo puse en el tocadiscos para escucharlo. Desde la primera nota, las vibraciones en el altavoz me pusieron los pelos de punta. Los sonidos de la guitarra, cortantes como cuchilladas, casi resquebrajaron los cristales. Cuando Johnson empezó a cantar, parecía como un tipo que hubiera salido con armadura y todo de la cabeza de Zeus. Inmediatamente establecí una distinción entre él y cualquier otro que hubiera escuchado. No se trataba de las canciones de blues habituales; eran composiciones depuradas. Todas constaban de cuatro o cinco versos, y cada pareado se enlazaba con el siguiente, no de manera evidente, pero sí extremadamente fluida. Al principio, se sucedían con demasiada rapidez como para captarlo. Los temas y registros variaban enormemente de una canción a otra, todas compuestas de versos breves y enérgicos que en conjunto componían una especie de historia panorámica: el fuego de la humanidad ardía en la superficie de aquel trozo de plástico giratorio. “Kind Hearted Woman”, “Traveling Riverside Blues”, “Come On in My Kitchen”.

La voz y la guitarra de Johnson resonaban en la sala, y yo me vi absorbido por ellas. Para mí era inconcebible que no produjera el mismo efecto en todo el mundo. Sin embargo, Dave no opinaba lo mismo. No dejaba de señalar que esa canción proviene de otra y que aquella es la réplica exacta de una distinta. Johnson no le parecía muy original. Entiendo su punto de vista, pero yo pensaba lo contrario. A mi juicio, la originalidad de Johnson era absoluta, sus canciones no podían compararse con nada. Tiempo después, Dave interpretó algunos temas de Leroy Carr y Skip James y Henry Thomas y dijo: “¿Ves a qué me refiero?”. Sí lo veía, pero Woody se había hecho con muchas de las viejas canciones de la Carter Family y les había imprimido su propio sello, de modo que la conclusión de Dave no me parecía gran cosa. Según él, Johnson estaba bien, el tipo era bueno, pero todo derivaba de otras cosas. No tenía sentido discutir con él, al menos intelectualmente. Yo tenía mi propio modo primitivo y sencillo de ver las cosas. Mi político preferido era el senador de Arizona Barry Goldwater, que me recordaba a Tom Mix, pero no conseguía que nadie comprendiera mis motivos. No me sentía demasiado cómodo con esa cháchara polémica de tinte psicoanalítico. Eso no iba conmigo. Incluso las noticias de actualidad me ponían nervioso. Prefería las antiguas. Las recientes eran todas malas. Menos mal que no te las restregaban por la cara todo el día. Una cobertura de veinticuatro horas habría sido una pesadilla infernal.

Dejé que Dave regresara a su periódico, le dije que ya nos veríamos luego e introduje el acetato en la funda de cartón blanco. No estaba impresa. La única identificación estaba escrita a mano sobre el propio disco y se limitaba a nombrar a Robert Johnson y a listar sus canciones. El disco, que no había entusiasmado a Dave, me había dejado atónito, como si me hubieran disparado un dardo tranquilizante. Más tarde, en mi apartamento de la calle 4 Oeste, cuando estaba a solas, volví a poner el disco. No quería que nadie más lo escuchara.

A lo largo de las semanas siguientes, lo escuché repetidamente, una canción tras otra, sentado y mirando fijamente el tocadiscos. Siempre que lo hacía, me asaltaba la impresión de que un espectro, una aparición temible, se presentaba en la estancia. La economía de palabras de aquellas canciones era asombrosa. Johnson disimulaba la presencia de más de veinte intérpretes. Me concentré en cada canción preguntándome cómo lo hacía. Componerlas fue sin duda una labor altamente compleja. Cada tema parecía salir directamente de su boca y no de su memoria. Empecé a meditar sobre la construcción de los versos, a determinar en qué se diferenciaban de los de Woody. Las palabras me tensaban los nervios como cuerdas de piano. El significado y el sentimiento que entrañaban eran tan elementales que ofrecían una perspectiva muy profunda de la composición. No es posible analizar con detenimiento cada momento. Faltan demasiados términos y hay demasiada existencia dual. Johnson obvia tediosas descripciones en las que otros compositores de blues habrían centrado canciones enteras. No hay garantía alguna de que una sola de sus frases correspondiese a un hecho real, fuera pronunciada o siquiera imaginada antes. Cuando canta acerca de carámbanos que cuelgan de las ramas de un árbol me produce escalofríos, y cuando canta acerca de la leche que se vuelve azul siento nauseas y me pregunto cómo lo consigue. Además, todas las canciones tienen cierta resonancia extraña. Al oír una frase tan banal como “si hoy fuera Nochebuena y mañana Navidad”, notaba en los huesos las sensaciones características de aquellas particulares fechas (…).

Transcribí las letras de Johnson en trozos de papel para examinarlas más atentamente junto con sus estructuras, la construcción de sus frases a la antigua y las asociaciones libres, las alegorías vívidas, verdades como puños envueltas en la cáscara dura de la abstracción sin sentido; temas que surcaban el aire con toda gracilidad. Yo no tenía ninguno de esos sueños o ideas, pero decidí hacerlos míos. Pensaba mucho en Johnson. Me preguntaba qué clase de gente escuchaba su música. Cuesta creer que hubiera braceros y aparceros en locales de baile capaces de conectar con canciones como aquéllas. Cabe plantearse si Johnson tocaba para un público futuro que sólo él podía ver. “Lo que yo tengo te volará los sesos”, canta. Johnson va en serio. Es áspero, como la tierra quemada. No hay nada de bufonesco en él ni en sus letras. Yo también quería ser así.




Bob Dylan. Fragmento de su libro Crónicas, publicado en 2004.

1 comentario:

Federico Anzardi dijo...

Para qué escribir sobre Robert Johnson cuando Dylan ya lo hizo y mucho mejor.