martes, 23 de julio de 2019

Se suponía que me iba a sentar una hora a trabajar pero llamó mamá y tuve que atender. Había dejado pasar dos llamadas previas y ya no quedaba margen para ignorarla (mi madre es una persona insistente cuando quiere algo). Así que atendí y por lo tanto perdí el tiempo que hubiese utilizado para entrar en el “modo de escritura”, la dispersión habitual previa que necesito antes de comenzar cualquier texto. Ese lapso puede ser cualquier cosa: mirar videos en YouTube (prefiero los de la categoría “la selección en los mundiales”), poner treinta segundos de un disco en Spotify y luego saltar a otro, y a otro, y a otro; mirar Instagram y Twitter, agarrar un libro cualquiera en cualquier página, ponerme al día con WhatsApp.

Como ya me había resignado a no laburar me puse a escuchar una y otra vez “Amelia”, de Joni Mitchell. Me encanta la angustia de la letra. La ruta por la que Joni avanza llena de tristeza. Es muy bueno el detalle de la tierra que se saca de encima cuando se da un baño en el Cactus Tree Motel.
         
                

Mientras escuchaba “Amelia” por quinta o sexta vez al hilo dejé de prestar atención a la letra y a la voz de la Mitchell y me concentré en la guitarra que iba por detrás. ¿Dónde la había escuchado antes? Sonaba muy familiar pero ajena a ese momento. Esa viola en esa canción era como cuando un amigo de otra ciudad te visita unos días y se acomoda a tu rutina. Está todo bien pero su presencia siempre remite a otra cosa.

Entonces me di cuenta: tenía que ser Larry Carlton, esa viola era la de “Los dinosaurios”. Fui a Wikipedia y lo confirmé. Era tan obvio, nunca lo había notado. Qué grande Charly, pensé. Qué grandes Larry y Joni. Qué manera de hacer placentera la angustia, estos tres. Y qué bueno cuando no hace falta leer la letra chica de los discos para saber quién toca.
           
           

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