lunes, 16 de diciembre de 2013

Un viaje del Señor con LSD


¿Qué hacemos cuando nos damos cuenta de que lo que deseábamos para nuestra vida es imposible de lograr? ¿Adónde depositamos todos los objetivos? ¿Qué nos motiva cuando ya no hay vuelta, cuando hicimos todo lo posible y aún así no conseguimos lo que queríamos? O, peor aún: ¿qué hacemos cuando lo que conseguimos se va y no hay manera de recuperarlo?

Los pares progresan, los que llegan mejoran lo hecho hasta el momento. Vos te quedás estancado en un par de recuerdos. Stuck in a moment, cantó Bono. ¿Está mal tener expectativas altas? Cuando el disco de U2 que trae esa canción fue publicado, Arthur Kane ya llevaba dos años trabajando en el Centro Histórico de Familia de Los Angeles, una biblioteca de datos que servía de asistencia para personas que intentaban rastrear a sus antepasados. El lugar dependía de la iglesia mormona, la fe que Arthur había abrazado después de tocar fondo con el alcoholismo, los intentos de suicidio y las frustraciones. Antes, Kane había visto en una ventana abierta su única salida. Por allí se había arrojado, desde un tercer piso. Internado por las heridas, se topó con la fe. Su revelación fue tan grande que dijo que fue lo más parecido “a un viaje del Señor con LSD”.

En 2004, Arthur se tomaba todos los días el colectivo 4 para llegar a su trabajo. A pesar de sus 55 años, era uno de los más jóvenes del Centro. Vivía solo y tenía un pasado que siempre volvía a su mente. Alguna vez había sido grande, como su físico. Seguía siéndolo para miles de personas, pero ninguno lo sabía. Ni él. Arthur era más conocido como Killer Kane, bajo de los New York Dolls, banda legendaria que sentó bases punks cuando todo era rock progresivo, aburrido y pretencioso. Tras la separación del grupo, el asesino de las cuatro cuerdas se perdió. Solo, sin David Johansen ni Johnny Thunders, Arthur se topó con la realidad: a nadie le interesaba el bajista de un grupo de culto.

“Pasé de ser una estrella de rock a viajar en colectivo”, decía, burlonamente y resignado, ese hombre alto, de calva profunda. De camisa, corbata y pantalón formal, ideal para atender un centro de datos mormón. En su apariencia no había rastros de rock, groupies ni reviente. Sólo había un hombre de vista cansada que se tomaba las cosas con calma gracias a su fe religiosa.

En Argentina, Kane sería un héroe. En el rock local está muy bien visto el viaje en bondi. Si sos rockero y cargás la SUBE, alguien pintará una bandera con tu nombre y encontrará rimas para decorar cantitos en tu honor. Pero Arthur vivió en Nueva York y después en Los Angeles, ciudades que se mueven en limousines que estacionan frente a mansiones que compiten entre sí por ser las más lujosas. No tuvo lugar para el estrellato lumpen de credibilidad pura.

“New York Doll”, el extraordinario documental dirigido por Greg Whiteley, es el homenaje merecido para el Killer. Una hora y media que obliga a repensar ciertas actitudes de los periodistas especializados. ¿Cómo podemos juzgar a alguien como Kane y su obra después de haberlo conocido con esta película? ¿Se dan cuenta de que la vida de un hombre está hecha de tantos matices que es imposible abordarla sin ser injustos? ¿Se dan cuenta de que así es la vida de todos? ¿Cómo se sentirían haciendo una crítica despiadada hacia un tipo como él?

Hasta David Johansen, ese Mick Jagger de La Salada, da lástima. A pesar de su postura soberbia y burlona, Johansen es casi igual a Kane. Son tipos que fueron algo en un momento y después se vieron tapados por la alfombra de la moda, la historia y el desprecio del público y la prensa. Gente que la peleaba porque no le quedaba otra, que salía a pucherear, a hacer changas como vos y yo cuando no nos alcanza la guita. Pero a su nivel: en lugar de vender ensalada de frutas en el parque o desgrabar audios a 50 pesos la hora, estos tipos actuaban en películas tan olvidadas como su carrera; armaban proyectos paralelos, pegaban volantazos comerciales que funcionaban más o menos; pero siempre anhelaban volver al primer amor. Ese que había sido tan fuerte que era imposible olvidarlo. Los había atrapado como nunca antes, cuando la vida estaba siendo lo que debía ser. El sueño haciéndose real con consecuencias hermosas y nefastas. Era la verdad. Y de la verdad no se vuelve. Kane y Johansen ya no se engañaban, sabían qué era lo que necesitaban y querían para su existencia.

La historia de la frustración de Arthur es la misma de los amores perdidos. De los corazones rotos que no pueden progresar porque se quedaron puliendo recuerdos de lo que ya vivieron con personas que eligieron irse a nuevos rumbos. No podemos salir de ahí hasta que aparezca alguien que nos sacuda de la misma manera, o aún más. Y a Arthur nada lo sacudió más que el rock de los New York Dolls. Ninguna de las dos bandas que formó después (Killer Kane, The Idols) tuvieron el mismo peso. Para él fue como empezar a conocer a alguien que no estuvo a la altura de lo anterior. Incluso en esos proyectos posteriores estaba buscando lo que había perdido. El nombre The Idols sonaba muy parecido a Dolls. Buscaba algo igual a lo pasado. Obviamente no lo fue, porque la esencia y los detalles hacen a las cosas y a la gente. Nunca superó los años felices. No supo construir otros.

“Algún día será esta vida hermosa”, dicen los adolescentes que pintan banderas ricoteras y persiguen un futuro de reunión de la banda que probablemente nunca llegará. Arthur no decía eso, porque para él la vida ya había sido perfecta. Sólo quería volver a lo que alguna vez tuvo. A la comodidad de saberse feliz, a la necesidad de cubrir sus huecos, algunos con conformismos propios de lo que le tocaba, otros con ingredientes extraordinarios que hacían que la existencia se transformara en inmortalidad. Por fin, el sueño cumplido. Por fin un momento que sería recordado hasta el más mínimo detalle. Por fin, la certeza de que los sueños y la realidad no tenían distancias.

Arthur nunca pudo sacarse la espina del rock, el éxito y (lo más importante aún) la vocación y la pasión convirtiéndose en el motor de una vida joven y por hacerse. Y no supo continuar. Como cuando perdemos a los grandes amores, cuando nos damos cuenta de que ya no volveremos a vivir todo lo que nos hizo bien alguna vez, porque caímos en el precipicio del placer, la felicidad y el goce máximo y de golpe nos vimos en otro lado. Así estuvo Kane tras la separación del grupo.


En 2008, los New York Dolls, reformados tras décadas de ausencia, llegaron a nuestro país. Tocaron una noche otoñal en La Trastienda porteña. Cuando eso sucedía, Arthur Kane llevaba casi cuatro años muerto por una leucemia diagnosticada dos horas antes de su fallecimiento. Así era el Killer, siempre pecó de excesivo: cuando se metió en el rock fue parte de una banda demasiado rockera. Tanto que no la pudo olvidar jamás. Si se frustraba, lo hacía a fondo. Si escabiaba terminaba cayendo al suelo antes que las botellas. Cuando se metió en la fe, lo hizo con todo. Y su muerte fue de golpe e inesperada.

Esa noche, en el backstage de La Trastienda, ocurrió algo que trascendió más que el propio concierto. Charly García y Marcelo Pocavida discutieron, se escupieron mutuamente y pelearon para determinar quién merecía más estar ahí, compartiendo la prehistoria del punk. Lo realmente importante quedó en segundo plano. Era sólo ver quién la tenía más larga. Egos fundiéndose por un centímetro más de popularidad. A las pocas semanas, García colapsó definitivamente y fue internado a la fuerza. Pocavida sigue como un performer bardero que sobrevive en la mente de un par de snobs punks resentidos que escuchan música en casete.

Kane nunca se enteró de esa pelea en el fin del mundo provocada por el legado de su banda. Como siempre, no alcanzó a darse cuenta de su verdadera magnitud.

En ese caso estuvo bien.

1 comentario:

Anónimo dijo...

:´)