jueves, 16 de marzo de 2017

De la gloria a la nada me voy


Hay alegría en el ambiente. Somos miles. Caminamos por Rivadavia, una de las calles principales de Olavarría. Atravesamos el centro de la ciudad en una entrada triunfal digna de los mejores ejércitos. Los vecinos saludan desde los balcones. Sacan los parlantes a la calle y reproducen la más maravillosa música, que para nosotros es la de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Nosotros cantamos, devolvemos los saludos, agitamos banderas y gritamos en contra de Macri. Sabemos que es una fecha especial: desde que el Indio Solari anunció que padece de Mal de Parkinson, cada concierto puede ser el último. Sabemos que esto provocará una convocatoria inédita, bestial. En los bares y campings hablaban de 300 mil personas. Los más exagerados decían 400 mil. La organización esperaba menos de 200 mil.

La entrada al predio es un momento clásico de los conciertos del Indio. Suelen ser caminatas largas repletas de euforia. A mí me gusta empezar a ingresar unas tres horas antes del comienzo del show, cuando la gente que camina es la suficiente como para provocar un momento emotivo, de reencuentro, y no tanta como para andar a los empujones.

Durante varias cuadras, todo es como siempre. Los niños van tomados de la mano con sus remeritas rockeras recién compradas. Cada diez metros hay un puesto con la música de PR o el Indio a todo lo que da. Cantamos la canción que suena a medida que avanzamos. La policía no molesta, hay ritmo, sustancia y ningún problema. Todo está permitido bajo este techo.

La municipalidad no realizó operativos de tránsito en el centro de la ciudad. La gente simplemente toma las calles. Los que circulan en autos avanzan como pueden o esperan resignados. Recién en la zona de la Avenida Avellaneda, a veinte cuadras de la plaza principal, aparecen las primeras vallas. En este sector, los ricoteros caminamos como patos. El avance es cada vez más lento y numeroso. Estamos obligados a dar pasos cortos mientras bordeamos el predio de La Colmena. En el medio de la muchedumbre hay gente atrapada que no tiene nada que ver. Como no puede avanzar, sólo se dedica a mirar. En pocos metros veo a una familia, a dos viejos y a una pareja en moto en esa situación. El ingreso está muy pesado para esta hora. Son las ocho de la noche, todavía hay restos del día, pero somos muchísimos. Se nota que pasa algo raro.

El ingreso desde el centro hasta el predio se prolonga por una hora. Tengo entrada para la puerta 6. En el trayecto veo dos carteles que indican las distintas zonas de acceso, que no aparece más. Nos movemos como una masa uniforme hacia algún lugar que nunca llega. Seguimos atravesando calles del barrio, con casas bajas y escasos comercios. De golpe nos topamos con un baldío repleto de barro. Es un descampado oscuro que está en subida y no nos deja ver qué hay más allá de los cincuenta metros siguientes. “Ya está, entramos, no hay controles”, me dice mi amigo Ernesto. No puede ser. Tiene que haber vallas, gente con pecheras de seguridad. Los clásicos cacheos previos.

Cuando llegamos al final del baldío vemos que todavía falta mucho. Salimos otra vez a una calle del barrio y volvemos a estar muy apretados. Caminamos algunas cuadras más hasta que, por fin, aparece, allá a lo lejos, el monstruoso escenario. Entonces sí, veo la puerta 6 y la gente de seguridad en cada acceso. Son pequeños pasillos, uno al lado del otro, por donde el público debe pasar antes de ingresar. Cuando estoy a pocos metros me doy cuenta de que acá no hay un puto control. Pasan todos, sin entradas ni cacheos. El personal de seguridad está claramente desbordado. Algunos intentan controlar las entradas, pero nadie las corta. Acá viene el que quiere.

En el predio, la cantidad de gente es tanta que no parece haber lugares libres en la zona más cercana al escenario. Está repleto y todavía falta una hora para que el recital comience.

Ernesto y yo avanzamos tres cuartas partes del predio. Llegamos hasta la torre número 1, la más cercana al escenario, que de todas maneras nos queda a unos 150 metros. Decidimos no continuar porque sabemos que ir más adelante puede ser peligroso. Estar allá, en el núcleo del quilombo, es para gente con aguante. No tenemos ganas de perder el aire, que se nos baje la presión o estar durante todo el recital más pendientes de conservar el equilibrio que de escuchar las canciones.

Hay alguna que otra pelea, pero, como suele suceder, los problemas se olvidan cuando suena la música. A las diez de la noche se apagan las luces. “Barbazul versus el amor letal”, la canción del primer disco de PR que fue interrumpida por incidentes menores durante el concierto del año pasado en Tandil -alguien le tiró una zapatilla al Indio-, es la que da comienzo al show. Solari está con gorra y campera de color rojo, lentes negros y mameluco de jean. Se lo ve entero, en forma. Alegre y predispuesto para una noche que pinta histórica. Sigue “Porco Rex”, una muestra del excelente repertorio solista que tiene. El sonido es flojo al principio pero mejora a medida que pasan los minutos.

Abajo, la alegría y la euforia compiten contra los empujones. En nuestro sector hay demasiado agite a pesar de que estamos a una cuadra y media del escenario. Se forman rondas. Hay gente que quiere avanzar y otros que quieren salir. Veo a muchos que intentan alejarse con caras de agotamiento y desesperación. Si medís menos de 1,70, el aire te empieza a faltar en estos casos, pero hoy parece que la cosa va jodida para todos.

Después de “Ropa sucia”, a los veinte minutos de show, el Indio pide que enciendan las luces. Dice que hay gente apretada que está siendo pisoteada. Mirá hacia las vallas y pide que se rescate a los afectados. Pero pasan los minutos y la situación no mejora. El Indio se desespera. Empieza a decir que hay siete boludos que arruinan las cosas. No se entiende si los boludos son los pisoteados o los que no se corren para permitir la atención. La gente no dice nada, hay un silencio que transmite el cagazo porque haya pasado algo muy grave. Los gritos vienen del escenario. El micrófono del Indio, que sigue abierto, capta el reto que el cantante le da a su entorno.

Después de veinte minutos, el Indio anuncia que el show se va a reanudar para no complicar las cosas. Suena “Héroe del whisky” y a través de las pantallas se ve a un tipo nervioso, fastidioso y enojado que reniega mientras canta. Abajo, la situación no cambió. Todos seguimos apretados. Me corro para atrás cuando veo venir una fila de cascos con luces y un silbato sonando. “¡Permiso, Cruz Roja!”, grita la mujer que encabeza este trencito que avanza hacia el costado y que lleva a alguien desmayado en una camilla. Cuando termina la canción, Solari dice que hay que parar de nuevo, que no se puede seguir. Caga a pedos a alguien del público. Pide que la gente retroceda dos metros para facilitar el trabajo de rescate. Pienso que ese pedido tendría que haber llegado al comienzo del asunto y no a la media hora. En los recitales de Pearl Jam, Eddie Vedder tiene una manera práctica de trabajar con el público. Les dice “cuando yo cuente tres, ustedes dan tres pasos para atrás”. Lo comenzó a decir después de la muerte de nueve personas durante un recital de la banda en Dinamarca. ¿Nadie de la organización de los recitales más masivos de este país tomó nota de esos detalles?

Solari decide continuar con el show. En “Babas del diablo”, una excelente canción del disco Pajaritos, bravos muchachitos, Solari está errático, nervioso. Se equivoca en la letra, no canta. Los músicos hacen el laburo por él. Tira o se le cae el micrófono al suelo. Niega con la cabeza. A los pocos minutos, su desazón se confirma cuando dice que ya no tiene ganas de seguir cantando. La escena es muy similar a la que se vivió en el primer River de Los Redondos, en abril de 2000. Esa noche hubo incidentes dentro del campo y el Indio dijo “ya no queremos hacer esto, hay chicos lastimados”. Además, amenazó: “Vean a ésta como una de las últimas veces que tocamos”. No se equivocaba.

Pero algo cambió, porque Solari recupera el optimismo. Hace una extraordinaria versión de “Todo preso es político” y da comienzo a una segunda parte sin baches y profundamente conectada al contexto político actual. Habla de las Abuelas de Plaza de Mayo y dice que es una locura intentar bajar la edad de imputabilidad a los catorce años. Dice que “el Estado no puede ser penal antes que social” y se lleva una ovación. “Nuestro amo juega al esclavo” lo confirma como una estampita épica que conmueve con sólo pararse con el puño en alto frente a la multitud. Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado están en llamas. Con el cambio de integrantes suenan más ajustados y filosos, mejores. Sergio Colombo, el saxofonista, está en un gran momento. Vuela en “Esa estrella era mi lujo”.

El show sigue con perlas como “Una rata muerta entre los geranios” y “Te estás quedando sin balas de plata”. El final, inevitablemente, llega con “Jijiji”. Otra vez el pogo más grande del mundo y toda la movida tradicional que conmueve a muchos pero aburre a Solari y a los que asistimos siempre a sus recitales. Entonces, el Indio sorprende y termina con “Mi perro dinamita”, una canción básica que tiene un mensaje de rebeldía. “Me desobedece y es lo mejor que hace”, canta, con felicidad. El recital termina en gran nivel y todos los problemas parecen haber quedado atrás.

Con las luces encendidas nos damos vuelta y comenzamos a caminar hacia la única salida que mostraban las pantallas, que es por donde ingresamos: el extremo opuesto al escenario. Un campo bien ancho que no sirve. Ahora, los que estábamos adelante quedamos atrás y no nos queda otra que esperar y avanzar lentamente hacia una sola dirección. No hay posibilidad de ir a los costados. Los empujones se suceden de nuevo y el cansancio por el recital provoca que la gente tenga menos paciencia que antes.

Cuando llegamos a la salida del predio vemos que hay dos adolescentes trepados a la punta de una torre de iluminación. Allá arriba saltan, agitan y se sacuden. La gente les grita cosas, los provoca. Otros se asustan. No hay nadie de la organización. Ni una sola persona con pecheras. No hay policías. Estamos solos.

Nos quedamos quietos varios minutos. Avanzamos de a poco. Salimos del predio y no entendemos nada. La confusión es muchísima y la presión de los que quieren salir hace todo más desesperante. Hay que doblar a la derecha pero no hay ningún cartel que lo indique, así que muchos siguen derecho y se topan con una pared. Cuando Ernesto y yo estamos por hacer lo mismo, pasamos por al lado de una chica que grita desesperada “¡Es para allá, doblen!”.

Mientras doblamos como podemos, miro hacia el sector donde no había que ir y veo gente apretada que no sabe qué hacer. Hay muchos gritos y pasan varias personas cargando a otras. La confusión sigue por varias cuadras. No cruzamos a nadie de la organización en el trayecto ni vemos carteles. Simplemente seguimos al resto y tratamos de tomar calles laterales cuando podemos. Ya más tranquilos, avanzamos por Vicente López, llegamos al centro y vamos a la terminal, que está invadida. No se puede entrar, porque ya está llena. Son las dos de la mañana y el frío pega muchísimo. Veo gente tirada en las veredas, carpas en cualquier lado, grupos de personas en las plataformas de los colectivos. Con Ernesto casi no tenemos señal en los celulares. No hablamos de los muertos hasta que nuestros amigos que están en otras ciudades mirando Twitter y Facebook nos avisan por WhatsApp. Lo lamentamos, pero no nos sorprende.

Crónica publicada en La Agenda

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