miércoles, 9 de octubre de 2024

Foto: Celeste Urreaga

Hablemos de Spinetta. ¿A quién no le gusta hablar de Spinetta? Charlar y perderse en el mundo de Luis Alberto. En los discos, las canciones, los recitales, los detalles, los músicos. En las anécdotas intrascendentes, dignas de personajes de Capusotto, que se cuentan con fascinación de novato. Toda niño sensible del rock argentino sabrá de qué estamos hablando. Claudia Puyó forma parte de ese grupo de gente fanática, aunque ya no sea una niña. En este 2024 cumple cincuenta años sobre los escenarios. Sin embargo, su entusiasmo al recordar grabaciones y shows propios o ajenos, la conecta con el espíritu adolescente que se necesita para mantener viva la llama rockera que evita caer en el cinismo que todo lo desinfla. “Clint Eastwood dice que no hay que dejar entrar al viejo”, recuerda Claudia, que a los 65 todavía es capaz de reflejar a esa mujer que desde hace cuarenta años es comparada con Janis Joplin, la etiqueta fácil que buscó el periodismo para catalogarla. Una verdad a medias, porque Claudia se formó en Ramos Mejía sin tener mucha influencia directa de la cantante de “Cry Baby”.

Sentada en la mesa de un bar de Flores, a la vuelta de su departamento, Claudia ya conoce muy bien los escenarios del sold out masivo y antros con tarimas que apenas sobresalen del piso, y habla de algunas de las diferencias entre el under y el mainstream. “Para el que está arriba del escenario, el show de estadio es rarísimo. Es como no sentir casi nada, como estar en un mar de gente. Te lo digo por mis recuerdos de tocar con Fito en estadios. El día que toqué en el Bicentenario, que eran millones de personas adelante mío, yo no lo podía creer. Fue bastante emocionante para mí. Pero en los estadios hay mucha menos intimidad. Por eso es más difícil tocar en lugares chicos que en lugares grandes. Es mucho más fácil tocar en lugares grandes con una banda que la rompe. Porque estás con los músicos, no estás con la gente tan involucrada”, explica.

Claudia dice que un recital de estadios es más una rutina y no tanto una representación espontánea de la creatividad de los intérpretes. “Tiene que ser así, porque sería un descontrol si el tipo se queda zapando quince minutos. Eso no lo puede hacer en un estadio. Lo podés hacer, pero no. El único que logró tocar cinco horas y media y que nos quedáramos todos fue Luis Alberto con las Bandas Eternas. Después, no sé si alguien puede bancarse tanta data. Yo sí, porque amaba a Luis y pagué la entrada como cualquier hijo de vecino. Y fui con mis amigos, además. No quise ir al VIP, nada. Quise ir como un pibe más”, dice.

TENGO UNA CANCIÓN PARA VOS 

Aquella noche de fines de 2009, cuando Spinetta reunió a todas sus bandas y cantó casi todas las canciones que durante décadas le reclamaron a los gritos desde las plateas, Claudia estaba muy lejos del escenario como para pedir temas. Pero ya había tenido la chance de que Spinetta le ofreciera un recital exclusivo. Fue sobre una ruta, en 2004. “Cuando tocó Fito en el Teatro El Círculo”, precisa. “Creo que eran los veinte años de que había tocado en Rosario. De eso no me olvido más, porque pregunté ‘¿Dónde va Luis?’, ‘En un micro’, ‘Yo voy ahí’. A Fabi la fui a buscar de los pelos. Fui a buscarla en taxi porque no quería venir. Agarramos la guitarra y la llevamos arriba del micro para molestarlo a Luis, por supuesto. Me acuerdo que estábamos Goldín, Vadalá, Laurita Casarino, Fabi, Luis Alberto, yo, y no muchos más. Y lo hicimos cantar durante esas cuatro horas todas las canciones, pobre. Yo le decía mi canción predilecta es ‘Para ir’, y me cantaba ‘Para ir’. A él también le encantaba. Fabi le pedía una canción y la cantaba. Cantó todas las canciones que le pedimos, le quemamos el cerebro. Creo que debe haber sido uno de los viajes más lindos que tuve en toda mi vida. Que Luis te cantara todas las canciones de tus sueños. Él estaba re contento”.

Ese viaje a Rosario no fue la primera vez que Claudia tuvo la oportunidad de compartir un momento musical íntimo con Spinetta. Se habían conocido a mediados de los ochenta, cuando Claudia empezaba a grabar lo que sería Del Oeste, su primer disco, publicado en 1985. Para ese trabajo el Flaco aportó “Viento del lugar”, un tema por entonces inédito que Spinetta nunca grabó en estudio y recién incorporó a su discografía en 1998, cuando lo incluyó en el disco en vivo San Cristóforo, de Los Socios del Desierto.

“Tengo una canción para vos. No terminé la segunda parte de la letra, pero te la doy”, le dijo Spinetta a Claudia. En el 85, “Viento del lugar” era un tema que podría haber ido a parar a Privé. Es lo que sugiere la versión que el Flaco tocó en el recital que brindó en Barrancas de Belgrano en enero de ese año. Una versión a la que le faltaba la segunda parte. “Me dijo voy a terminarla y te la paso. Grabamos la base de la canción, esos sonidos horribles que ahora no los usaríamos ni locos pero en esa época estaban de moda. Pero faltaba la segunda parte de la letra, que Spinetta me la pasó por teléfono en Music Hall y yo la copié”, recuerda Claudia. “Y loca la humanidad en su jaula de cristal”, le dictaba Luis Alberto a Claudia, que anotaba todo y se imaginaba sonidos de ballenas al comienzo de la canción, un efecto que consiguió gracias a un vinilo prestado por la Fundación Vida Silvestre.

“Entonces me da la segunda parte, yo canto y si escuchás la canción te das cuenta de que el audio es diferente. Hay que prestar atención. Mi voz suena como más clara y más aguda que la otra parte. Es rara”, dice. “Viento del lugar” fue la primera de varias canciones de Spinetta que Claudia Puyó registró a lo largo de su carrera como solista. La última es “Fina ropa blanca”, joya total de Don Lucero que abre el segundo volumen de Cazadora de cielos, el disco doble que Claudia acaba de publicar de manera independiente.

viernes, 20 de septiembre de 2024

La vuelta entera

Foto: Nora Lezano

Es notable que apenas con una pared y un pasillo alcance para separar mundos tan diferentes. Mientras de un lado, el de la calle, hay humedad, veredas rotas y un tránsito que no se detiene, del otro hay colores y sonidos que parecen infinitos. Ahí adentro, al fondo, rodeado de vinilos, CDs, libros, equipos e instrumentos, se refugia Fernando Kabusacki, curador y propietario de un museo pop personal que hoy abre sus puertas.

Una vez adentro, Kabusacki ofrece café, regala dulces exóticos que trajo de su última gira por Japón y comparte algunos tesoros. Interrumpe la charla en más de una ocasión para buscar un objeto, mostrarlo y describirlo. Tiene mucho para elegir. Podría tomar cualquier cosa de esta sala y contar una historia, musicalizarla. Pintar un paisaje sonoro como los que suele grabar y (por una cuestión de principios) subir a Bandcamp antes que a Spotify.

Cuando se para a buscar algo, Kabusacki no va por uno de los cuatro discos de la hermosa caja Anthology de John Lennon, ni abre algún ejemplar tapa dura de Anagrama. Tampoco opta por algo sofisticado como la Epiphone rosa que alguna vez perteneció a su amiga María Gabriela Epumer. Agarra una Fabrison, industria argentina, que cuelga de una de las paredes. Es una guitarra que tiene desde los trece años y que hizo “recauchutar” hace un tiempo. No es cualquier guitarra. Es la primera acústica que tuvo. Su padre se la regaló a fines de los 70. La compró en Casa América, aquí en Buenos Aires, y la llevó a Rosario, donde todavía vivía con su familia. Fernando se acerca con ella, se sienta como un músico callejero que se acaba de instalar, y toca. Toca algo que no suena mucho a lo que se supone que debería sonar Kabusacki, uno de los guitarristas “raros” del rock argentino, discípulo de Robert Fripp. Parece, más bien, algo del palo cantautor. Parece... ¿“Sólo le pido a Dios”?

Kabusacki se ríe y lo confirma: “Siempre quise ser León”. Lo dice con devoción de fan. Deja la guitarra a un costado, la mira y cuenta que la tenía abandonada, “pensando que era una guitarra chota”. “Pero la verdad que es linda. Casi nunca la uso para tocar en vivo, pero por ahí, en algún momento, la voy a tocar”, anticipa. Quizás lo haga para su próximo disco, el que va a empezar a grabar en noviembre. Un álbum que tendrá sonidos acústicos como base. Significará un cambio después de trabajos como Deeper Man (2022), basado en delays y guitarras eléctricas; o el más reciente The Legendary Landscapes, el número trece de su carrera solista. Un disco que Kabusacki armó a partir de máquinas de ritmo.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Emoción y convicción

Foto: Elisa Portela

Con La fuerza, su tercer trabajo solista, publicado en julio del año pasado, Carmen Sánchez Viamonte logró lo mismo que a ella le producen los discos que la obsesionan. Una adicción que hace muy difícil la escucha de otras canciones. Cuando La fuerza empieza a sonar lo demás queda detrás. Se impone con guitarras, melodías, intensidad rockera y desprecio punk por “los chicos de moda”, como dice Carmen en uno de los temas, justo antes de largar un “puaj” que cae como un escupitajo en el medio de la cara de toda esa gente que suena tan parecida entre sí que ya es imposible diferenciarla.

El disco también muestra que es mentira eso de que los artistas tienen toda la vida para escribir las canciones de su debut y luego sólo cuentan con un año o dos para crear las del trabajo siguiente. Después de varios proyectos, Carmen consiguió su disco más personal, el más auténtico y el que, asegura, mejor la representa. Por eso, aunque no lo sea, La fuerza suena como patada inicial. Como puerta que se abre para una cantante y guitarrista que no estaba segura de sus propios pasos y llevaba años reflexionando sobre sí misma.

“Pienso que es el disco más genuino que hice hasta el momento. El que más se corresponde con quien creo que soy”, dice Carmen. Y cuenta que Episodios del deshielo (2018) y Eva (2019), sus trabajos solistas anteriores, dominados por un sonido más íntimo y folk, fueron intentos fallidos de no separar a la obra de la artista. Canciones que no lograron del todo eso que Carmen busca cuando escribe, que es conectar con lo que siente. “Creer en lo que digo me hace mucha falta al momento de mostrar algo”, explica.  

Como Fabián Casas, esta platense de 24 años no tiene imaginación. Por eso, cuando escribe, habla de las cosas que la atraviesan. Empezó con diarios íntimos y siguió con poesía que casi no muestra. Su pasión por la escritura y el arte en general comenzó bien temprano. Cuando tenía seis años, su prima, Mora Sánchez Viamonte, tecladista de 107 Faunos y una referente del indie de La Plata, la llevó a un estudio a cantar con ella.

“Morita tenía una banda que se llamaba Dios salve a la reina y me invitó a cantar una canción que se llamaba ‘Espinacas’, una canción muy indie de ese momento. Fue la primera vez que fui a un estudio de grabación y la primera vez que vi a una mujer con una guitarra eléctrica tocando sus canciones. La guitarra era blanca con un sticker de Kitty. Eso me abrió mucho la cabeza”, cuenta.

miércoles, 28 de agosto de 2024

Creo que podría terminar mis laburos mucho antes si no perdiera tiempo cuando voy a una hemeroteca o reviso diarios y revistas digitalizadas desde mi casa. Pero "hacer archivo" tiene esa cosa de desvío permanente. Cada artículo, cada titular, cada fotografía son ventanas que se abren para nuevos mundos de trabajo. Posibles notas que podría desarrollar después o empezar ya mismo. Ideas tan fuertes que me harían interrumpir todo lo hecho hasta entonces e inclinarme por completo a un nuevo proyecto que hay que hacer sí o sí, como si fuera una necesidad vital.

En su precioso libro "La vida en el archivo", Lila Caimari dice que revisar estos materiales es ingresar a una temporalidad paralela. Es cierto. Veo notas de 1990, 2011, 1978 o 2001 y me olvido de todo lo demás. Me acuerdo de dónde estaba en esos momentos o me imagino lo que habrá sido vivir esas épocas. Como me pasó cuando encontré esta nota sobre Los Beatles en un diario Crónica de 1966. Pero esta vez no me dieron ganas de hacer un artículo sobre eso. Preferí acordarme cuando ponía Guns N Roses en Telefe, hace más de treinta años, y en mi casa me decían que eso era un "ruido de lata". Un criterio estético parecido al de las autoridades municipales de Múnich.

lunes, 26 de agosto de 2024

Alta mar


La tragedia de Hernán Reyna va más allá de la pérdida temprana de su vida, cuando tenía treinta años recién cumplidos. Se agrava al dimensionar todo lo que podría haber realizado. Tantas canciones, tantos discos que se perdieron junto a él. Sin embargo, como si fuera una botella arrojada al mismo mar Mediterráneo donde Hernán murió en el verano de 1994, algunos de esos temas que se suponía que nunca iban a llegar aparecieron en casetes que fueron recuperados en 2022 y se publicaron hace pocos meses en CD por el sello Mucha Madera. Un consuelo para recordar a un personaje enigmático del rock argentino de la segunda mitad de los ochenta. Un compositor que no llegó a dar todo lo que se esperaba de él y que quizás empiece a ser reescuchado gracias a este lanzamiento y a un futuro documental que aún está en preparación.

“Hernán era un talento increíble, un talento fuera de lo común. Y era una persona fuera de lo común. Era como un extraterrestre: no se adaptaba a la sociedad y a las formas de vida que hay en esta tierra. Yo tuve muchísima suerte de tocar con él”, dice Federico Oldenburg, uno de los impulsores de Darwin: Canciones recuperadas 1990-1992, que reúne nueve demos que Reyna realizó junto al propio Federico y el bajista Daniel Santamaría en estudios montados en Madrid y en Hamm, ciudad cercana a Dortmund, en el oeste de Alemania.

Federico habla vía Zoom desde la capital española, donde vive desde 1989, cuando llegó siendo un periodista/músico que buscaba abrirse camino tras dejar una Argentina detonada y grupos que no habían podido durar demasiado. Uno de ellos era El Corte, una banda liderada por Reyna y por Javier Calamaro que publicó dos discos, reeditados en 2021, que se mantienen por fuera de los repasos convencionales de aquella época y sólo sobreviven en la ingrata categoría “de culto”, un eufemismo para hablar bien de propuestas que no conectaron con la escucha popular. El Corte, que ni siquiera está en Spotify, de alguna manera todavía espera ser descubierta. Y la historia de Hernán Reyna aparece como la mejor puerta de entrada para hacerlo.

miércoles, 21 de agosto de 2024

Dos son multitud


Antes de que los “featurings” se pusieran de moda, el baterista Oscar Moro y el bajista Beto Satragni grabaron un disco plagado de invitados que tuvo más que ver con el placer de tocar juntos que con las sugerencias comerciales de la industria. Moro Satragni fue, como decía Andrés Calamaro, rock de verdad con amistad. Un proyecto que acaba de reeditarse y que en 1983 reunió a músicos de distintos géneros que recuerdan con placer esa experiencia hecha de jazz rock y candombe. “Yo venía con la idea de reeditar el disco desde hace rato. Que hayan sido cuarenta años fue una casualidad”, reconoce Juanito Moro, hijo de Oscar. La nueva edición de Moro Satragni, a cargo del sello de la disquería RGS, se consigue en vinilo y CD e incluye ocho bonus tracks. Algunos de ellos estaban en viejos casetes que Juanito guardaba en un bolso. “Este disco era esperado por mucha gente. Un disco de culto que estaba medio perdido”, sigue explicando el hijo de Moro, de 44 años, que también es baterista, tocó con JAF, Celeste Carballo y Willy Crook, y curiosamente no estudió con su padre sino que fue alumno de Daniel Colombres. “Mi viejo me trató de enseñar, pero no anduvo. Él era muy autodidacta”, cuenta.

Este disco fue una excusa perfecta tras varios intentos frustrados de Moro y Satragni de tocar juntos. Se conocían desde principios de los 70, cuando Moro todavía estaba en Color Humano y Beto era un músico uruguayo, de Canelones, recién llegado a Buenos Aires. “Yo escuchaba todos los discos de Los Gatos”, le decía Satragni a la Expreso Imaginario en 1981 al repasar ese momento. Moro hacía lo mismo en una Pelo: “Beto vivía en San Telmo, en un lugar muy lindo, y a mí me gustaba su onda, entonces empecé a acercarme. Tuvo mucho que ver que nos copaba la misma música, había un entendimiento. Con el tiempo empezamos a hablar de la posibilidad de trabajar juntos”. Oscar y Beto zapaban, proyectaban, pero las iniciativas quedaban en la nada. Incluso a mediados de los ‘70, antes de que Satragni formara Raíces, se unieron a Apocalipsis, un grupo que también integraba Alfredo Toth y que se acabó de inmediato. En los ‘80, mientras Moro se encargaba de los parches de Serú Girán, Beto formaba parte de Spinetta Jade. El momento no llegaba.

Pero el final abrupto de Serú abrió nuevos caminos. Después de que Satragni sonara como reemplazo de Pedro Aznar para los shows en vivo del grupo, Serú Girán se terminó definitivamente y Moro pudo grabar un disco solista gracias al contrato que unía al cuarteto con Interdisc. Todos los ex Seru hicieron el suyo, pero para el baterista era un problema: “¿Qué iba a hacer en un disco solista? ¿Un solo de batería en un lado y ponerme a bailar sobre el otro?”, confesó con una risotada en una entrevista para la revista Cantarock. “Entonces le ofrecí a Beto que lo hiciéramos juntos. Él seleccionó mi material y yo el suyo. Estuvimos trabajando un tiempo armando las bases y después empezamos a llamar a los músicos para completar el grupo”, le decía el baterista a la Pelo en octubre del 83.

Los dos amigos se juntaron en los estudios Panda con Amílcar Gilabert, habitual encargado de las grabaciones de Serú, que se puso al frente de un equipo que incluía a la ingeniera Laura Fonzo y a Mario Breuer, que aún mantiene a Moro Satragni en un lugar destacado. “Está entre los diez discos que más me gustan en los cuales yo intervine”, dice Breuer desde Agua de Oro, la localidad cordobesa en la que vive y trabaja. Breuer, que en ese Top 10 incluye a clásicos como Parte de la religión, Luzbelito, La mosca y la sopa y Hecho en Memphis, habla con mucho entusiasmo de Moro Satragni. “Tiene mi tema favorito de Charly García, que se lo dejó a ellos”, dice.

Ese aporte es lo más recordado de todo el proyecto, una canción que parte al medio el disco. “Cómo me gustaría ser negro” es un preferido oculto de los fans, que Charly presentó en 1982, durante la gira de Yendo de la cama al living. Charly la tocaba en vivo con su banda de aquellos años, formada por Cachorro López, Andrés Calamaro, Gustavo Bazterrica y Willy Iturri, y la grabó en Moro Satragni con una inolvidable performance vocal, justo antes de viajar a Nueva York a crear Clics Modernos. “Esto es parte de un mal sueño”, arrancaba, casi susurrando, hasta que llegaba al verso final del estribillo (“¡Y con mucho olor!”) y su voz se expandía hasta el infinito como hacía la cara de Freddie Mercury en el video de “Bohemian Rhapsody”.

martes, 20 de agosto de 2024

El oficinista que cantaba

Foto: Andy Cherniavsky

Luis Brandoni en Esperando la carroza.

Un panelista de TV poco habitual no acostumbrado a los tiempos televisivos. Alguien que no redondea una idea en veinte segundos y quiere seguir hablando sin comprender la dinámica del minuto a minuto.

Un miembro de la Triple A.

Un candidato electoral que siempre se presenta pero nunca gana, con mucha carga teórica en las entrevistas, tipo Altamira.

Un profesor. No uno de educación física durante la dictadura militar, más bien uno de alguna carrera de Humanidades. Nunca de Economía.

Yul Brynner.

Un oficinista.

Un oficinista que cantaba.

El Indio Solari siempre se pareció a este tipo de personajes random más que al clásico cantante de rock. En el país de Charly García y Gustavo Cerati, el Indio fue el raro líder de la banda más popular. Casi sin excentricidades, sin escándalos, con un look que no transmitía sangre en las venas sino las manos en el volante del taxi (inevitablemente un Renault 12), se volvió la figura misteriosa que, si se lo propone, todavía convoca multitudes.

Pero hace rato que el Indio confirmó que no volverá a tocar en vivo. El parkinson que anunció en 2016 hizo lo suficiente como para evitar su presencia en los escenarios. Una de las últimas fotos que compartió desde las redes sociales lo muestra “estrenando bastón”, otra señal de lo que se viene, del futuro que llegó hace rato.

Los ricoteros del siglo XXI sólo pueden encontrar consuelo en bandas que recrean en vivo aquello que alguna vez fue realidad. También podrían ir a ver a Skay, pero por algún motivo que no encaja en los razonamientos lógicos, la otra mitad de Patricio Rey no suele convocar a más de cinco mil personas por noche.

Los y las fans también se entregan a la vieja práctica del consumo del pirata. Audios y videos que antes circulaban de mano en mano y se vendían en ferias y hoy dan vueltas por la web con grabaciones de conciertos y ensayos de los Redondos o el Indio solista. También temas inéditos y tomas descartadas. Grabaciones que aún suenan genuinas, más auténticas que cualquier banda tributo. Monumentos sonoros de un grupo que por un instante fue, como dijo Calamaro, tan importante como el peronismo o una revolución.

Yo no tengo ninguna duda: cambio todas las noches que puedan venir mirando en vivo a la Kermesse o a Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado por volver a sentir lo mismo que el día que escuché Stud Free Pub 85 en casete por primera vez.