En la cocina de un departamento ubicado en Scalabrini Ortiz, Diana Theocharidis reconoce estar sorprendida por tener que contar la historia de su hermano Andrés, tecladista de los Redondos durante un breve período. Un músico que participó de pocos recitales. Entre ellos, los shows en Paladium que sirvieron de presentación de Oktubre, el disco más celebrado del grupo. Quizás Diana no sepa que todo lo que Patricio Rey toca se vuelve inolvidable. El nombre de Andrés apareció en el booklet improvisado que acompañaba la grabación pirata de una de esas noches. En aquella edición que circuló de mano en mano durante décadas se decía que su muerte, en enero de 1987, meses antes de cumplir los 25 años, había interrumpido los planes de incorporarlo como miembro estable de los Redonditos. Desde entonces es recordado como un apéndice de la mitología ricotera.
Pero el paso por la banda del Indio, Skay y Poli no podría resumir su figura. Andrés Theocharidis fue un pianista virtuoso que tenía un pie en la música contemporánea y otro en el rock sinfónico. Formó parte de una efervescencia colectiva de fines de los ‘70 y principios de los ‘80 que le permitió codearse con artistas de distintas disciplinas que crecieron a su lado. Se perfilaba como un gran compositor. Tanto, que sus amigos y colegas aseguran que estaba destinado a ser “el próximo Gandini”.
Había nacido en Buenos Aires el 3 de mayo de 1962. Su padre, Basilio, era griego. Había llegado a la Argentina a los 17 años. Poseía una empresa textil y daba clases de Historia en la UBA. Su madre, Amalia Fligelman, era psicóloga y lo adoraba tanto que le cocinaba todo lo que quería. Hasta le mandaba comida al regimiento donde Andrés hizo el servicio militar obligatorio. Platos que nunca llegaban a destino porque siempre había alguien que se los quedaba. Basilio y Amalia estimularon a sus hijos. Les permitieron encontrar lo que les gustaba y hacer lo que querían. No les faltaba nada. A cambio, solo tenían que estudiar.
Diana y Andrés se llevaban apenas un año y medio entre sí. La diferencia de edad mínima les permitía tener pasiones compartidas. Una fue el piano. “Yo había empezado a estudiar a los nueve años. Andrés se entusiasmó y fue con Noemí Berti, la misma profesora que yo”, cuenta Diana, que luego se dedicó a la danza y actualmente es directora del Centro de Experimentación del Teatro Colón. “Después, mi papá nos trajo un piano a casa y ahí eran 24 horas por día que alguien tocaba”, dice.
Esa obsesión quedó de un solo lado. Andrés empezó a improvisar melodías muy pronto. “No sé de dónde le salían. Tenía nueve años, diez. Desarrolló enseguida mucha capacidad”, sigue Diana, ya alejada de la cocina y sentada en el living del departamento, el mismo que Andrés habitó durante la última etapa de su vida.
Andrés iba al Liceo Francés. Allí se hizo amigo de Paul Dourge, que con los años se convirtió en bajista y grabó en discos como Giros, de Fito Páez, y Privé, de Luis Alberto Spinetta. Paul tiene muchos recuerdos guardados en su mente, como el día en que los Theocharidis se mudaron a un departamento en Olleros, a dos cuadras de la estación Lisandro de la Torre. Recuerda el lugar como si acabara de visitarlo. Dice que podría trazar un plano. Es capaz de ver la alfombra azul de ese living que se poblaba de instrumentos, como un piano Baldwin negro que Diana aún conserva. Paul pasaba las tardes allí con Andrés y Bernardo Junyent, que es arquitecto pero entonces tocaba la guitarra. Los tres formaban Ósmosis, un trío que jamás actuó en vivo.
“Bajábamos las persianas, poníamos bombitas de colores, usábamos túnicas. Andrés quería ser Rick Wakeman y yo Chris Squire”, cuenta Paul. Eran épocas de furor progresivo. Los tres iban a varios conciertos: Espíritu, Crucis, El Reloj, Invisible. Incluso vieron el debut de La Máquina de Hacer Pájaros en La Bola Loca.
Ahora Paul se acuerda de un fragmento de uno de los temas que surgieron en ese living. Lo canta: ”Veo la luz que llega/ Y me purifica/ Y me llena el alma/ Le tengo fe, la sigo”. No puede evitar la carcajada. “Como Espíritu hablaba de ‘tu alma’ y qué sé yo, nosotros también, sin saber nada”, dice.
Ósmosis tenía un proyecto: Di Natale, una ópera rock basada en un docente del Liceo. Una de las letras decía “Di Natale, pagaste tu error/ Fuiste malvado, un sucio profesor”. “Nos habíamos metido en camisa de once varas. Teníamos las letras y las melodías de la ópera y no podíamos darle forma”, cuenta Paul.
Era 1977. Paul y Bernardo ya no compartían aula con Andrés, que había sido expulsado del Liceo por una broma pesada de la que habían participado varios compañeros. Andrés fue a parar a la Escuela del Sol, donde conoció a Andrés Calamaro, otro joven fascinado por la música que pronto se incorporó a las jornadas en el living. “Calamaro ya tenía canciones muy copadas. De hecho, le mostramos Di Natale y a los pocos días nos resolvió todo”, dice Paul.