sábado, 10 de junio de 2023

Una libertad terrible


Divididos surgió de la necesidad de continuar con lo que había a mano. Ricardo Mollo y Diego Arnedo administraron el vacío que había provocado la muerte de Luca Prodan y formaron una banda que durante dos años se mantuvo a la sombra de Sumo. Las canciones, los recitales y el disco que realizaron en ese período inicial fueron una continuación estética y sonora del proyecto que había liderado el italiano, productos inevitables de un grupo sumiso a una influencia demasiado poderosa. 

El origen de la banda fue la serie de encuentros entre Mollo y el saxofonista Roberto Pettinato durante el verano del 88, cuando el resto de los integrantes de Sumo estaban desbandados por el impacto que les había provocado la muerte del cantante.

“Hubo como una onda de seguir haciendo algo, pero rápidamente Germán (Daffunchio, guitarrista de Sumo) y Timmy (McKern, manager) se fueron a Córdoba. Entonces ahí empezó -dice Marcelo “Gillespi” Rodríguez-. Petti se había quedado con una casa quinta por la zona oeste y se juntó varias veces con Ricardo. Comían asados, tocaban la guitarra, y varios temas se compusieron en esos encuentros”. 

Gillespi, que había participado de los recitales de Sumo de 1987 como trompetista invitado, formó parte de los comienzos de Divididos y fue una suerte de tercer/cuarto integrante nunca oficializado que alcanzó a grabar en el álbum debut y a tocar en la mayoría de los conciertos de la primera etapa. Hoy recuerda que la sociedad Mollo-Pettinato no duró demasiado porque durante la primera mitad del 88 el saxofonista se fue del país. 

Pettinato contó su versión en una entrevista en La Nación de diciembre de 2000: “En enero y febrero del 88 nos fuimos con Ricardo a la quinta de mis viejos, en Marcos Paz y empezamos a componer. Le dije a Mollo que el grupo se tenía que llamar Divididos por la Felicidad, como el disco de Sumo. Además, como nos dividimos de los otros, que se fueron a Córdoba, era una buena idea. Y empezamos a componer temas, de los cuales yo escribí algunas letras, como la de ‘La mosca porteña’ y ‘Haciendo cosas raras para gente normal’. Después me fui a España y un día me llamó Ricardo para ver si le dejaba el material porque iba a seguir con el grupo. Ya se había juntado con Diego y se lo regalé. Eso está bien, pero lo que me molestó es que no se haya dicho cómo fue la historia”. 

Gillespi considera que el aporte de Pettinato no pudo haber sido demasiado significativo. “Él se siente un poco el padrino de Divididos pero el perfil de la banda no lo incorporó seriamente”, dice, y explica que durante el período en el que el saxofonista formó parte del proyecto “hubo prototemas que surgieron de zapadas, pero no tenían letra, no tenían arreglos”. “En esos primeros discos hay un gran trabajo de Ricardo y Diego de machacar, cosa que Pettinato no haría. Horas y horas de ensayo”, agrega.

Con Daffunchio las cosas fueron más concretas por la poca onda que el actual líder de Las Pelotas tenía con Mollo. Los guitarristas no habían podido congeniar en Sumo, se daban la espalda en los ensayos y, según contó Mollo, mantenían una relación musical “muy difícil”. “No pudimos seguir tocando juntos”, le dijo a Gastón Pauls en una extensa entrevista de 2012.  

El miembro restante de Sumo, el baterista Alberto “Superman” Troglio, participó fugazmente de algunos de los encuentros previos que derivaron en Divididos. Ocupó la batería de a ratos y en reportajes posteriores llegó a asegurar que formó parte de la creación de “La mosca porteña”, una de las canciones del disco debut del grupo. Sin embargo, la inconstancia le jugó en contra. Su rol fue el de un elemento del pasado que se mantuvo allí por inercia. Posteriormente integró la primera formación de Las Pelotas.

martes, 11 de abril de 2023

Un comienzo de nota que no fue


El futuro puede sonar de maneras diferentes. Es un sonido que se adapta y muta según la época. Alguna vez tomó la forma del grito de las jovencitas que veían a Los Beatles en el show de Ed Sullivan. Fue la queja de los ricoteros ortodoxos que necesitaban un Biletan Enzimático para digerir las innovaciones de Último bondi a Finisterre. Sonó como las tijeras neoyorquinas que cortaron el pelo de Charly García durante la grabación de Clics modernos. Y una tarde se escuchó como el ruido que hacía un par de zapatos mientras una mujer caminaba por la Galería del Este. 

“No lo podía creer. Parecía una publicidad”. Las voces de hoy la recuerdan así, como alguien que no encajaba pero fascinaba. Alguien que parecía haber llegado de un planeta diferente. “Te la encontrabas y parecía que venía, qué sé yo, Astroboy. Era una cosa que en ese momento era muy loca”. Mostraba una puerta que todavía permanecía cerrada en la Argentina de principios de los ochenta. “Zapatos guillermina de charol con moño, soquetes cortos con broderie, una pollera kilt roja, una blusita blanca, un moño en el pelo, flequillito y unas pestañas más largas que un camello”.

Dicen que las chicas del under porteño que luego se convirtieron en figuras emblemáticas de una época que todavía nos impacta, empezaron a imitarla. “Fue una persona que trajo la influencia, que trajo todo”. Por las noches deslumbraba sobre los escenarios y de día lo hacía en cualquier rincón de la ciudad. 

“Se acerca y yo le digo qué onda que tenés, algo por el estilo, y le pregunto cómo se llamaba”. Hoy fue olvidada por la mayoría. Su guardarropas amplio, con accesorios de hombre o de mujer que combinaba como tenía ganas, se perdió y sólo permanece en la memoria de las personas que la vieron en acción. “Ella tenía guantes blancos en ese momento”. Sus canciones y su voz casi no suenan en las radios ni se programan en las playlist. “Se da vuelta la manga del guante y me muestra una etiqueta”. 

Para colmo quedaron pocos registros: un disco y algunos demos. Un pasado que todavía no ha sido rescatado. Es lo que quiere su familia en 2023. Que esa mujer, que pareció surgir de la nada hace más de cuatro décadas y murió de manera absurda hace treinta años, vuelva en forma de canción y se convierta para todos los demás en lo que siempre fue para ellos. “Nylon”. Una de las primeras punks argentinas. “Me llamo Nylon”. Una adelantada que merece una reivindicación.

Un inicio descartado para la nota sobre Diana Nylon que se publicó en Radar de Página 12. 

martes, 5 de julio de 2022

Canción para naufragios


En la cocina de un departamento ubicado en Scalabrini Ortiz, Diana Theocharidis reconoce estar sorprendida por tener que contar la historia de su hermano Andrés, tecladista de los Redondos durante un breve período. Un músico que participó de pocos recitales. Entre ellos, los shows en Paladium que sirvieron de presentación de Oktubre, el disco más celebrado del grupo. Quizás Diana no sepa que todo lo que Patricio Rey toca se vuelve inolvidable. El nombre de Andrés apareció en el booklet improvisado que acompañaba la grabación pirata de una de esas noches. En aquella edición que circuló de mano en mano durante décadas se decía que su muerte, en enero de 1987, meses antes de cumplir los 25 años, había interrumpido los planes de incorporarlo como miembro estable de los Redonditos. Desde entonces es recordado como un apéndice de la mitología ricotera. 

Pero el paso por la banda del Indio, Skay y Poli no podría resumir su figura. Andrés Theocharidis fue un pianista virtuoso que tenía un pie en la música contemporánea y otro en el rock sinfónico. Formó parte de una efervescencia colectiva de fines de los ‘70 y principios de los ‘80 que le permitió codearse con artistas de distintas disciplinas que crecieron a su lado. Se perfilaba como un gran compositor. Tanto, que sus amigos y colegas aseguran que estaba destinado a ser “el próximo Gandini”.

Había nacido en Buenos Aires el 3 de mayo de 1962. Su padre, Basilio, era griego. Había llegado a la Argentina a los 17 años. Poseía una empresa textil y daba clases de Historia en la UBA. Su madre, Amalia Fligelman, era psicóloga y lo adoraba tanto que le cocinaba todo lo que quería. Hasta le mandaba comida al regimiento donde Andrés hizo el servicio militar obligatorio. Platos que nunca llegaban a destino porque siempre había alguien que se los quedaba. Basilio y Amalia estimularon a sus hijos. Les permitieron encontrar lo que les gustaba y hacer lo que querían. No les faltaba nada. A cambio, solo tenían que estudiar.

Diana y Andrés se llevaban apenas un año y medio entre sí. La diferencia de edad mínima les permitía tener pasiones compartidas. Una fue el piano. “Yo había empezado a estudiar a los nueve años. Andrés se entusiasmó y fue con Noemí Berti, la misma profesora que yo”, cuenta Diana, que luego se dedicó a la danza y actualmente es directora del Centro de Experimentación del Teatro Colón. “Después, mi papá nos trajo un piano a casa y ahí eran 24 horas por día que alguien tocaba”, dice.

Esa obsesión quedó de un solo lado. Andrés empezó a improvisar melodías muy pronto. “No sé de dónde le salían. Tenía nueve años, diez. Desarrolló enseguida mucha capacidad”, sigue Diana, ya alejada de la cocina y sentada en el living del departamento, el mismo que Andrés habitó durante la última etapa de su vida.

Andrés iba al Liceo Francés. Allí se hizo amigo de Paul Dourge, que con los años se convirtió en bajista y grabó en discos como Giros, de Fito Páez, y Privé, de Luis Alberto Spinetta. Paul tiene muchos recuerdos guardados en su mente, como el día en que los Theocharidis se mudaron a un departamento en Olleros, a dos cuadras de la estación Lisandro de la Torre. Recuerda el lugar como si acabara de visitarlo. Dice que podría trazar un plano. Es capaz de ver la alfombra azul de ese living que se poblaba de instrumentos, como un piano Baldwin negro que Diana aún conserva. Paul pasaba las tardes allí con Andrés y Bernardo Junyent, que es arquitecto pero entonces tocaba la guitarra. Los tres formaban Ósmosis, un trío que jamás actuó en vivo.

“Bajábamos las persianas, poníamos bombitas de colores, usábamos túnicas. Andrés quería ser Rick Wakeman y yo Chris Squire”, cuenta Paul. Eran épocas de furor progresivo. Los tres iban a varios conciertos: Espíritu, Crucis, El Reloj, Invisible. Incluso vieron el debut de La Máquina de Hacer Pájaros en La Bola Loca.

Ahora Paul se acuerda de un fragmento de uno de los temas que surgieron en ese living. Lo canta: ”Veo la luz que llega/ Y me purifica/ Y me llena el alma/ Le tengo fe, la sigo”. No puede evitar la carcajada. “Como Espíritu hablaba de ‘tu alma’ y qué sé yo, nosotros también, sin saber nada”, dice.

Ósmosis tenía un proyecto: Di Natale, una ópera rock basada en un docente del Liceo. Una de las letras decía “Di Natale, pagaste tu error/ Fuiste malvado, un sucio profesor”. “Nos habíamos metido en camisa de once varas. Teníamos las letras y las melodías de la ópera y no podíamos darle forma”, cuenta Paul.

Era 1977. Paul y Bernardo ya no compartían aula con Andrés, que había sido expulsado del Liceo por una broma pesada de la que habían participado varios compañeros. Andrés fue a parar a la Escuela del Sol, donde conoció a Andrés Calamaro, otro joven fascinado por la música que pronto se incorporó a las jornadas en el living. “Calamaro ya tenía canciones muy copadas. De hecho, le mostramos Di Natale y a los pocos días nos resolvió todo”, dice Paul.

lunes, 9 de mayo de 2022

Primeros párrafos que no fueron: Viva Elástico

        

Alejandro Schuster baja de su departamento y propone ir a almorzar. Es un día perfecto de otoño. El sol acaricia la piel y hace brillar a la ciudad, que se mueve más lento en este jueves semi feriado de Semana Santa. A la vuelta de su casa hay una parrilla al paso que despacha platos varios. El encargado de las carnes es un colombiano vestido de negro que brilla más que cualquier copa de árbol de esta cuadra soleada de Villa Crespo. La simpatía que irradia es total y enseguida se pone a disposición de Alejandro, que recomienda el sánguche de vacío, enorme, que, además, viene con papas. Pocos minutos después, ya con el pedido en una bolsita de plástico blanca, listo para llevar, los dos, parrillero y vecino se funden en abrazos efusivos que a cualquier desprevenido le parecerían la evidencia de una relación amistosa que lleva su tiempo. Pero no. Debe ser la tercera vez que Alejandro pisa este lugar. Se mudó hace menos de una semana. Al cantante, guitarrista y compositor de Viva Elástico no le hace falta demasiado impulso para sumergirse a fondo. Su intensidad, la misma que se percibe en las letras y en la voz de sus canciones, está presente en el día a día.

Un comienzo descartado para una nota sobre Viva Elástico publicada en Radar

domingo, 8 de mayo de 2022

En busca de la canción perfecta

(Foto: Prensa Viva Elástico)

En dos horas de entrevista, Alejandro Schuster se muestra eufórico, emocionado, molesto, inseguro y esperanzado. Invita el almuerzo. Se declara fanático de Adrián Dárgelos y de Babasonicos. También de Manuel Moretti. Asegura que Andrés Calamaro es lo más grande que hay. Recuerda a Palo Pandolfo, imita su voz. Elogia a Joaquín Levinton y a su capacidad de componer temas populares. Reconoce que él, en cambio, todavía no se ganó un lugar en el mapa cancionero argentino. Lagrimea un poco cuando reflexiona sobre su carrera. Sus ojos se enrojecen y pide disculpas. Reconoce que nunca es feliz del todo, que sabe que eso es imposible. Que igual lo intenta. Considera que tiene trastorno de ansiedad. Nadie lo diagnosticó. Dice que necesita destruir todo lo que construye. Confiesa que Al fin será, el inminente disco de su banda, Viva Elástico, le permite flashear por primera vez con la música que hace. Le da play al álbum en una computadora que tiene la pantalla destrozada. Escucha, canta y baila como si fuera el fanático número uno del grupo. Nombra las referencias que tomó para componer y producirlo: Suede, David Bowie, Air, Spiritualized, Tame Impala, Arcade Fire, Bryan Ferry, Virus, The Horrors, Kaputt de Destroyer, Julian Casablancas, “Another One Bites the Dust”, de Queen. No almuerza.

El cuarto disco de Viva Elástico se publicará el 19 de mayo. Al fin será es el sucesor de No es privado (2017). En el álbum, la banda que completan Jean Jacques Peyronel, Juan Manuel García Del Val y Emanuel Saez vuelve a mostrarse versátil. Va al pop sin dejar las guitarras y ofrece algunos de los estribillos más pegadizos de su historia, lo cual es bastante en un grupo que siempre hizo canciones que se instalan en la mente y no se van con facilidad.

“Es el mejor disco en el que yo trabajé”, dice Schuster en su departamento de Villa Crespo. Está motivado y entusiasmado. Sabe que cada vez que su discografía se renueva surge una idea que ya es un lugar común: que Viva Elástico es una de las bandas más interesantes del rock argentino actual. “Nadie te va a decir que Viva Elástico es malo. Todos te van a decir que es buenísimo y que yo soy un genio”, reconoce con escepticismo, como si esos elogios fueran solamente palabras hechas, palmaditas en la espalda que en el fondo no significan nada porque después de todo, después de que el grupo fuera considerado el próximo gran hit, Alejandro hoy tiene que mezclar y producir artistas ajenos para pagar las expensas.

miércoles, 4 de mayo de 2022

Fito Páez en siete movimientos

(Foto: Nora Lezano)

Uno. Margarita Zulema J. Ávalos de Páez muere el 24 de noviembre de 1963 en Rosario. Tan joven que la llora casi toda su familia. Su esposo, Rodolfo; sus padres, Aurelio y Margarita; su suegra, Belia; sus hermanos, Leonor, Norma, Zulema y Aurelio Antonio. También tíos, sobrinos, primos y un hijo, el único que tuvo: Rodolfito Páez, nacido el 13 de marzo de ese año.

La muerte de Margarita se transforma en una carga invisible y en una búsqueda personal que Fito Páez refleja a lo largo de toda su obra. En la película Vidas Privadas, que escribe junto a Alan Pauls y dirige en 2001, Carmen, interpretada por Cecilia Roth, contrata a Gustavo (Gael García Bernal) para que se acueste con otra mujer. También para que lea en voz alta algunos textos eróticos, incluido uno de James Joyce. Carmen no se deja ver mucho, sólo escucha a través de una pared. Es su fetiche personal, su manera de estimularse. A medida que el film avanza, la distancia entre Carmen y Gustavo se esfuma. Hay un problema: Gustavo es el hijo que Carmen había tenido en un centro clandestino de detención durante la dictadura. 

Carmen se suicida después de tener sexo con Gustavo. Se corta las venas en el baño. Su hijo/amante la encuentra sumergida en una bañera repleta de agua teñida de rojo. "Hay agua alrededor de la luna, parece que va a llover", dice el personaje de Lito Cruz, el apropiador de Gustavo, unos minutos después. “Viste que la luna es la madre”, le dice Fito a la revista Rolling Stone en 2012.

En “La puta diabla”, el libro que Fito escribe en 2013, Félix Ure, el protagonista, convive con fantasmas parecidos. 

“Félix había vivido toda su vida dialogando con Margarita, su madre muerta”, dice la novela. “No dejó que nunca entrara nadie allí. Era su cueva, su refugio del mundo exterior. Su espacio de dolor y lucidez. El campo de conciencia de la muerte. El lugar del cual no podía escapar. El vientre de su madre muerta que le recordaba de dónde venía y lo que había perdido. Y todos los vínculos de su vida estaban dispuestos en perspectiva a un monstruoso edificio que él había construido con minuciosa dedicación, y cuya existencia no lo dejaba respirar pero a la vez le daba oxígeno. Cuando se enamoraba de una mujer, ‘Margarita se había encargado de expulsarla’, -contaba a sus más íntimos. Y siempre volvía a ella, a la tumba desde donde, él interpretaba, su madre lo reclamaba”, sigue el texto. Incluso el nombre del personaje de la novela forma parte de la vida real de Fito: Félix Ure es uno de los seudónimos con los que registra sus canciones en Sadaic. 

“¿Quién le puso el cáncer a mi madre? El hombre que amó y no la quiso, Rosario, la naturaleza, un error médico. Su madre, su profesor de piano, la mediocridad”, canta Fito en “El dolor”, una de las canciones que forma parte de El sacrificio (2013), un compilado de temas descartados. Difícil que “el hombre que amó y no la quiso” a Margarita sea Rodolfo Páez. Se dice que el papá de Fito amaba tanto a su mujer que después de su muerte no quiso saber nada con volver a formar pareja. 

lunes, 2 de mayo de 2022

Tenía ganas de ir al Quilmes Rock porque ya había pensado el inicio de la crónica del festival. Iba a ser algo así como “Para empezar, Gorillaz me chupa la pija”. Pero no fui. No me acreditaron. De hecho, no acreditaron a nadie del medio al que pertenezco (Rock Salta). Un clásico ninguneo a medios “del interior” al que ya estamos acostumbrados. Una vez, en Santiago del Estero, nuestra región, nos acreditaron para el Salamanca Rock, pero nos dieron un trato a la altura de lo que los organizadores pensaban de nosotros: mientras los y las periodistas que habían llegado de Buenos Aires, que paraban en hoteles cercanos con todo pago, circulaban entre las estrellas de rock con comida, bebida y posibilidad de notas mano a mano, los periodistas y las bandas de Salta, Tucumán, Santiago, Jujuy y otras localidades de baja repercusión estábamos afuera, cagados de frío (era julio) a la espera de una conferencia de prensa cada dos o tres horas que no siempre se cumplía. Pero bueno, así son las cosas. Lo cierto es que mi fin de semana no tuvo una nueva experiencia periodística sino que consistió en estar en casa viendo redes sociales y Flow desde la cama, tomando mates, café y vino según avanzaban las horas. Pude ver a Marina Fages de telonera de Metallica, algo que me pareció extraordinario, un poco porque ella se merecía un escenario de tal magnitud y otro porque sirvió para ver cómo se enojaban muchos metaleros y no metaleros que no comprendieron que si nos vamos a indignar por las mezcolanzas en las que el rock se ve envuelto este no era el caso. Marina Fages es rock y por ende puede telonear a una banda como Metallica aunque no suene como ella, aunque no pertenezca al mundo del metal pesado. A mí me produce mayor indignación ver cómo el rock se fue transformando en un género más, vaciado de ideología, que hoy en día puede compartir grilla con cualquiera en todos los festivales, en los medios y en las radios, en los podcast y en las redes sociales. En las coberturas periodísticas y en los featurings. Pero bueno, decía que quería comenzar la crónica con un Gorillaz me chupa la pija porque es algo que puedo decir de manera personal y general. Lo primero no le importa a nadie y es que Damon Albarn y sus consecuencias nunca me parecieron demasiado interesantes. Lo segundo es que Gorillaz no tenía nada que hacer en un festival que miraba para adentro. Yo, si hubiera ido, lo habría hecho por Divididos y Los Besos. Por la vuelta efímera de Catupecu. Por Pels. Por Melanie Williams. Por Fito, que al final no fue. Jamás por Trueno. Yo no le termino de creer, qué quieren que les diga. Y mucho menos me conmoví con la invitación a rapear en “Clint Eastwood”. Es lo mismo que me pasa con el cover de “De música ligera” que hizo Coldplay. O “Sólo le pido a dios” de U2 con León Gieco. Son la camiseta de la selección de estos días. Me voy a conmover cuando Bob Dylan haga una de Calamaro en un recital en Suecia. O cuando los Stones versionen a los Ratones en Londres. Ahí vemos. Mientras tanto, estos episodios me parecen tan intrascendentes como lo es un medio de provincia para productoras que cuando piensan en prensa se imaginan más los likes que las coberturas.