(Foto: Martín Bonetto)
Hay alegría en el ambiente. Somos miles. Caminamos por Rivadavia, una de las calles principales de Olavarría. Atravesamos el centro de la ciudad en una entrada triunfal digna de los mejores ejércitos. Los vecinos saludan desde los balcones. Sacan los parlantes a la calle y reproducen la más maravillosa música, que para nosotros es la de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Nosotros cantamos, devolvemos los saludos, agitamos banderas y gritamos en contra de Macri. Sabemos que es una fecha especial: desde que el Indio Solari anunció que padece de Mal de Parkinson, cada concierto puede ser el último. Sabemos que esto provocará una convocatoria inédita, bestial. En los bares y campings hablaban de 300 mil personas. Los más exagerados decían 400 mil. La organización esperaba menos de 200 mil.
La entrada al predio es un momento clásico de los conciertos del Indio. Suelen ser caminatas largas repletas de euforia. A mí me gusta empezar a ingresar unas tres horas antes del comienzo del show, cuando la gente que camina es la suficiente como para provocar un momento emotivo, de reencuentro, y no tanta como para andar a los empujones.
Durante varias cuadras, todo es como siempre. Los niños van tomados de la mano con sus remeritas rockeras recién compradas. Cada diez metros hay un puesto con la música de PR o el Indio a todo lo que da. Cantamos la canción que suena a medida que avanzamos. La policía no molesta, hay ritmo, sustancia y ningún problema. Todo está permitido bajo este techo.
La municipalidad no realizó operativos de tránsito en el centro de la ciudad. La gente simplemente toma las calles. Los que circulan en autos avanzan como pueden o esperan resignados. Recién en la zona de la Avenida Avellaneda, a veinte cuadras de la plaza principal, aparecen las primeras vallas. En este sector, los ricoteros caminamos como patos. El avance es cada vez más lento y numeroso. Estamos obligados a dar pasos cortos mientras bordeamos el predio de La Colmena. En el medio de la muchedumbre hay gente atrapada que no tiene nada que ver. Como no puede avanzar, sólo se dedica a mirar. En pocos metros veo a una familia, a dos viejos y a una pareja en moto en esa situación. El ingreso está muy pesado para esta hora. Son las ocho de la noche, todavía hay restos del día, pero somos muchísimos. Se nota que pasa algo raro.
El ingreso desde el centro hasta el predio se prolonga por una hora. Tengo entrada para la puerta 6. En el trayecto veo dos carteles que indican las distintas zonas de acceso, que no aparece más. Nos movemos como una masa uniforme hacia algún lugar que nunca llega. Seguimos atravesando calles del barrio, con casas bajas y escasos comercios. De golpe nos topamos con un baldío repleto de barro. Es un descampado oscuro que está en subida y no nos deja ver qué hay más allá de los cincuenta metros siguientes. “Ya está, entramos, no hay controles”, me dice mi amigo Ernesto. No puede ser. Tiene que haber vallas, gente con pecheras de seguridad. Los clásicos cacheos previos.
Cuando llegamos al final del baldío vemos que todavía falta mucho. Salimos otra vez a una calle del barrio y volvemos a estar muy apretados. Caminamos algunas cuadras más hasta que, por fin, aparece, allá a lo lejos, el monstruoso escenario. Entonces sí, veo la puerta 6 y la gente de seguridad en cada acceso. Son pequeños pasillos, uno al lado del otro, por donde el público debe pasar antes de ingresar. Cuando estoy a pocos metros me doy cuenta de que acá no hay un puto control. Pasan todos, sin entradas ni cacheos. El personal de seguridad está claramente desbordado. Algunos intentan controlar las entradas, pero nadie las corta. Acá viene el que quiere.